A Ramón
Báez, que nadó con Tarzán y me contó esta historia
Es fácil
ahora, reírse de Tarzán. Recordar al hombre que con una mona a la espalda y
tomado de las ramas, le cepillaba los dientes a los cocodrilos. Lo conocimos en
los libros, en las revistas, en el cine, junto a la sorprendida Jane y al
elefante Tantor. Y cómo no admirarlo cuando desde lo alto de las matiné de
cualquier sala de barrio, se arrojaba con los brazos abiertos, el pecho de
león, y después acercaba las manos, giraba el torso y se clavaba en el río como
una aguja en un vestido de seda. Ninguno dejó de imitar el llamado del hombre
perdido en la selva, un grito que convertía en triunfo su soledad. Pero yo no
puedo reírme de Tarzán y apenas soporto lo que dicen los diarios.
Él sabía
que ese grito estaba más allá de lo que había sido imaginado sobre la tierra,
para bien o para mal. Sé que lo intentó y casi lo puedo oír debajo de las risas
de los muchachos de la barra, que festejan el absurdo y me piden que lo imite,
como en los viejos tiempos. Porque yo nadé con Tarzán y ninguno de estos tipos,
que son buenos hombres de trabajo y no le harían mal a nadie, volverán a
escuchar ese grito de mi boca. Tenía diecinueve años y trabajaba en la estiba
del puerto de Montevideo cuando me enteré que había llegado a entrenar
nadadores en Rosario de Santa Fe, invitado por el General Perón. Me lo dijo un
compadre de Carmelo, con el que cargábamos bolsas en los barcos como años atrás
los camalotes de la orilla del río. Julio era veinte años más grande que yo en
aquel tiempo, cuando el que no se animaba a cruzar al Delta era un mariquita.
Los había visto irse con la corriente del Uruguay hacia la franja verde y
extendida de la orilla argentina, montados arriba de los camalotes. Y los había
visto regresar con la corriente de la tarde, en medio de alborotos y bromas.
Pasaban el día en la isla de Doña Julia, comían frutos de los árboles y
llegaban llenos de historias que el sol les tatuaba en las espaldas. Se
burlaban, claro, de mi temor, y me lo tenía merecido. Porque hasta el día en
que cumplí los cinco años nunca había querido acompañarlos. Desde entonces no
conocí mayor felicidad que dejarme llevar por el agua corriente abajo, el
cuerpo semihundido, atento al horizonte verde que se acercaba sin esfuerzo,
como si lo fuera tirando de un piolín. Me hice nadador primero por orgullo y
después por fidelidad a aquella barra de muchachos que Julio lideraba desde una
ventaja que se redujo, luego de mi primer cruce, a los únicos dos años que se
harían irreductibles. Años después competí en las doce millas del Palmar, y en
las veinte de Carmelo, y en las treinta del Uruguay, convencido de ser el mejor
fondista de la zona gracias a las medallas que gané y luego extravié no sé
dónde. Me acuerdo del aliento de la gente, derramada por la orilla del río con
sus fogones, reposeras y viandas, mientras yo pasaba sumergido, meta brazo y
pierna y brazo, con la gorra calada y las gafas empañadas, la cabeza adentro y
la cabeza afuera, como si le tomara fotografías con cada brazada. Había
aprendido a escuchar los músculos dentro del agua, a buscar las corrientes más
fuertes, a detener los calambres con un alfiler de gancho que nunca olvidaba.
Cuando sentía el cimbronazo del ácido láctico en la pantorrilla me clavaba el
alfilercon fuerza y durante los segundos que demoraba el ácido en mezclarse con
el agua pensaba en Julio, o en la madre de Julio, porque la puteada era
fenomenal, y agradecido por el secreto y el alivio, seguía río abajo con la
destreza de un pez.
Entonces
yo veía todas las películas de Tarzán y le estudiaba el estilo, la elegancia
con la que se desplazaba por los ríos del Africa para enfrentar al enemigo o
huir de muchas bestias salvajes, entre las que no faltaba el hombre. No las
elegía por el argumento sino por la cantidad de veces que nadaba o se clavaba
desde un acantilado, y más de una vez me hallé en medio de la sala iluminada,
intentando retener sobre la pantalla en blanco los movimientos de Tarzán en el
agua, mientras el viejo Lucanor barría los papeles de las golosinas regados por
el cine. En aquel tiempo yo era joven, mi padre era una vago recuerdo en los
ojos vencidos de mi madre y aprendía que un hombre no puede realizar todo lo
que desea. La necesidad de trabajar era mi lección número uno. Pero cuando
Julio, debajo de una bolsa de trigo, me dijo que Tarzán estaba en Rosario, se
me cortó la respiración y el guinche de una grúa casi me atropella la cabeza.
Hacer un bollito con el dinero, juntar una ropa y tomarme el ómnibus a Rosario
fue una sola y nocturna decisión. Había que pagar para entrar en un curso de
muchos aspirantes, en su mayoría nadadores argentinos y socios de un club
pituco, con piletas y vestuarios que yo no había visto nunca. Pero hacían
prácticas en el río Paraná y decidí esperar mi oportunidad. Una mañana lo vi
aparecer rodeado de jóvenes, con un short de baño de color negro y una toalla
roja sobre los hombros.
En las películas, se sabe, todo se ve más grande, pero
de cerca, Tarzán era impresionante. De estatura mediana, tirando a alto, sus
espaldas medían el ancho de una puerta y sus brazos y piernas parecían remos de
un barco que nunca había encallado. Me asombró verle las bolsas de los ojos
hinchadas y varias canas mezcladas en el cabello, pero conservaba ese rulo
negro y rebelde que volcado sobre la frente, anuncia la raza de los héroes.
Apenas me miró por encima de las cabezas que lo rodeaban, me arrojé al agua y
comencé a nadar. Fui hasta la mitad del río, volví, me tiré de nuevo y regresé
mientras él daba instrucciones, ayudado por un asistente que le traducía las
órdenes. Cuando por quinta vez llegué a la orilla me lo topé de frente, metido
con las piernas en el agua. Me miraba de un modo extraño que no lograba
descifrar y me decía algo en inglés. Lo que fuera que me dijera no lo podía
entender porque de inglés yo sólo sabía decir "good morning", pero me
acerqué y él me puso una mano en el hombro antes de repetir aquello con sus
labios grandes y duros. Debí quedar paralizado porque me zamarreó un poco y me
señaló a los demás alumnos del grupo. Asentí y encogí los hombros porque a
Tarzán no le iba a decir otra cosa que sí, y él dio media vuelta para regresar
con su asistente, un petiso de vientre hinchado que se desconcertó al principio
y después, de mala manera, me dijo que a Johnny le había gustado mi estilo y me
invitaba a participar del entrenamiento, como su invitado especial.
Me
temblaron las piernas y con un gesto que le vería repetir en los dí́as
siguientes, revolvió mis cabellos en todas direcciones, igual que un viento la
cabellera de la jungla. Así pasé a formar parte del equipo, entre argentinos de
modales y gustos que yo desconocía, alojado en las instalaciones del club
durante los diez días que duró su visita. A la mañana siguiente, durante los
ejercicios, explicó que el secreto de la largada estaba en mantenerse bajo el
agua el mayor tiempo posible porque el cuerpo va más rápido sumergido que sobre
la superficie, y puso a todo el mundo a trabajar en el río, a ensayar el envión
de salida desde un pequeño muelle. Después me hizo un seña con la cabeza,
desafiándome a nadar afuera, y nos fuimos río abajo por el centro del Paraná
con un pamperito suave que daba de costado, algo retrasado yo, mientras
intentaba dominar el ritmo de las brazadas y negar al cuerpo la emoción de nadar
con Tarzán por un río marrón que mezclaba sus aguas en otros ríos y luego con
el mar, donde yo iba a seguir nadando junto al rey de la jungla lejana y muda,
de ese modo colmado en que llegan los silencios debajo del agua: el sonido del
corazón, los pulmones, la respiración de todo lo que fue creado desde el origen
de la naturaleza rota por el paso de dos cuerpos en la superficie ondulada y
blanda, con un rumbo fijo e insondable. De pronto lo vi a la par, elegante como
un delfín, desplazando una ola que abría un surco triangular y volvía a
desaparecer. Comenzó a hacerme señas con la mano y a fuerza de insistir adiviné
que me señalaba la orilla derecha, donde varias personas nos seguían con la
mirada y otras corrían por la ribera. Al principio no entendí, o no quise
entenderlo. Lo miré a los ojos y comprendí que me pedía que no lo pasara
delante de la gente, que disminuyera el ritmo y me mantuviera un poco
retrasado. En ese instante tuve ganas de seguir, de imaginar el momento en que
contaría, orgulloso, que había derrotado a Tarzán. Pero había algo más en sus
ojos, la resignación de un sueño enfrentado a una derrota más honda, y con más
temor que piedad, lo dejé ir.
Cuando llegamos a la playa me abrazó contra su
pecho, me revolvió los cabellos y se quedó pensativo unos instantes. Supe que
se le iban los ojos a otro tiempo, como si recordara algo y se descubriera en
otro mundo que para él, estoy seguro, nombraba algo precioso de su juventud. Me
di cuenta porque su mirada se volvió dulce, como la de un chiquilín. No fue
fácil para mí aceptar que Tarzán era alemán y se llamaba con el impronunciable
nombre de Johnny Weissmuller. Atento a lo que hablaban los demás, se me armó
una tormenta en la cabeza.
Supe que
Johnny había sido poliomielítico, y que los tratamientos lo condujeron al agua,
donde la caja torácica, los brazos y los bíceps, cobraron una proporción que
triunfó sobre la debilidad de sus piernas, hasta que también ellas se sumaron
al orgullo de sobrevivir al miedo. Esa dificultad lo había convertido en Campeón
Olímpico en los cien metros y acababa de filmar su última película como
"Jim de la selva". Después de años de hacer una película tras otra,
Hollywood lo había echo a un lado y desde entonces hacía giras como entrenador
para sobrevivir y pagarse el trago. Porque Tarzán le daba al whisky desde la
mañana temprano y no hacía falta más que verlo por la noche tantear las paredes
que lo llevaban a su casilla, algo apartada del resto de los pabellones donde
nos alojábamos, con la mirada extraviada y las piernas mezcladas en una danza
turca. Pero mi mayor sorpresa fue saber que le tenía alergia a los monos y nada
odiaba más en la vida que a la mona "Chita". Un bicho sarnoso, dijo
en plena rueda de conversación, traducido por el asistente de vientre hinchado.
Sarnoso
en el alma, agregó, responsable de metros y metros de celuloide tirados a la
basura por sus caprichos insufribles, y de un sin fin de escenas riesgosas que
le obligaba a repetir, en las que más de una vez estuvo por partirse el cráneo.
También Jane repetía en la pantalla la mentira idílica de esa realidad
bochornosa. Maureen O’ Sullivan odiaba a la mona. Y la mona los odiaba a los
dos tomándose toda clase de venganzas. Desde los primeros días de
entrenamiento, todos le pedían que repitiera el grito de Tarzán. Pero Johnny
sonreía y callaba mientras negaba con la cabeza, acostumbrado a escuchar el
insistente reclamo de un club a otro, a lo largo y ancho del mundo. Pedía a los
alumnos que trataran de imitarlo y comenzaban los alaridos impotentes y las risas,
en una cascada de fracasos que le hacían mucha gracia. Desde luego, yo lo había
practicado no una vez sino cientos de veces y estaba orgulloso de mis
resultados. Alentado por los demás, una noche colmé los pulmones de aire con la
garganta apretada para dilatar y contraer el cuello, pero raspando el viento
contra una sensación de angustia que entonces no identificaba y con los años
aprendí a intuir, luego a temer, y por fin a respetar más allá de lo conocible.
Algo nunca dicho más que por el rumor del agua contra el cuerpo del nadador
sumergido, librado a la soledad de avanzar en medio de la marea y las olas, con
un deseo irrenunciable.
Cuando terminé los demás repitieron las burlas, pero
Johnny no sonrió. Clavó sus ojos en mí y dijo que el grito de Tarzán no era
humano, era una mezcla de gritos de animales, muy acústicos, fundidos con una
voz humana en un estudio de grabación. Se hizo un silencio raro y comprendí o
me pareció adivinar que la confesión de Tarzán, dicha así, como un servicio a
la comunidad de los hombres, nos sacaba un peso de encima pero lo dejaba
expuesto contra los ojos, como si tratara de escapar a una humillación que no
merecía. Esa noche se fue a dormir temprano. Lo vimos cargar su botella de
whisky de un modo lánguido que provocó las primeras burlas de los nadadores.
Porque hasta entonces nadie se había atrevido a pronunciar lo que estaba en la
cabeza de todos y necesitaba esa última confesión para derramarse: que Perón
había traído a un borracho en plena decadencia alcohólica, cuando ya no valía
nada, y no sólo era capaz de renegar de la ilusión que había creado en el
público, abrazado a su mona Chita; ni siquiera era capaz de hacer el grito de
Tarzán. "Yo no digo que lo saque igual", dijo uno mientras nos
acostábamos en el dormitorio. "Pero se forró de guita durante años, ¿me
vas a decir que no podía aprender a imitarlo, viejo? ¿que alguna vez no lo
intentó, aunque fuera para ver cómo le salía?" "Siempre pasa
igual", contestó otro. "Vienen a la Argentina cuando están en la
ruina y doblaron la curva. Antes ni existíamos, éramos los negritos del sur, y
después vienen a comer al pie, igual que éste. Con tal de morfarse un churrasco
se bajan hasta el apellido. ¿A vos te parece que un deportista puede dar ese
ejemplo, abrazado a una botella?" "¿Sabés qué pasa?" se metió un
rubio de flequillo corto mientras se calzaba un pijama amarillo. "Tarzán
no era El Rey de los Monos. Era el Rey de la Mona. De la mamúa." Fue ahí,
con la sangre en los ojos y la cabeza revuelta por un tifón de papelitos de
caramelos y pantallas, que me levanté de un salto.
Fui hasta
el rubio y lo acosté de una trompada. Se me echaron encima cuatro o cinco.
"¡Qué hacés, Yoruba! ¡Todavía que te damos de comer venís a pegar!
¡Cabecita de mierda!" Se armó una gresca de mil demonios y quedé sepultado
bajo una montaña de piñas, brazos y piernas, ardido hasta las orejas. Todavía
forcejeábamos cuando se abrió la puerta y entró Tarzán con el rulo revuelto
sobre la frente y una expresión que nos paralizó a todos. Tenía puesto el pantalón
y el torso desnudo, la cara desacomodada por el whisky y la confusión, pero
preparado para lanzarse sobre su presa. Aproveché la distracción para
devolverle un trompazo al que me había mordido la oreja y apenas me di la
vuelta sentí la mano de Johnny en el hombro, y después en el cuello, a punto de
ahorcarme. Me sacudió con fuerza y me dijo que juntara mis cosas y me fuera,
que no me había traído para que le causara problemas. Lo dijo en inglés, pero
uno lo tradujo y me bastó mirarle la cara para saber que era cierto. Me sequé
la sangre de la oreja y la nariz con la sábana, me vestí y junté mis cosas,
mientras Tarzán me vigilaba, al lado, y los demás se callaban la boca. Cuando
salimos volvió a gritarme que me rajara, mientras regresaba de nuevo a la casilla,
eructaba y cerraba la puerta. Revolví el bolsito junto a la piscina, demorado
en decidir lo que haría. Pero cómo iba a decirle nada si el gringo sólo hablaba
inglés o alemán. Caminé hacia la puerta y después me volví, y dudé de nuevo. Yo
no quería irme por nada del mundo, ahora que el mundo se perdía para mí y
quizás, también para él. Me senté en la galería de su dormitorio, junto a la
puerta, y me quedé hundido en la oscuridad, mientras oía la radio que Johnny
tenía encendida. Pasé una hora así, en un limbo, entre tangos de Gardel, la
Tita Merello, y después la puerta se abrió y Johnny se recostó sobre el marco
con la botella en la mano, iluminado de atrás por la luz del velador. Una luz
mortecina que le agrandaba la mandíbula alcanzaba con un rayo amarillo su ojo
derecho, un ojo hecho para mirar la noche, una noche hecha para los dos, si no
fuera porque los argentinos lo habían arruinado todo. No demoró en descubrirme
en la oscuridad, pero volvió a mirar las estrellas y luego la piscina iluminada
por unos focos blancos que daban al agua una transparencia glacial. Después se
sentó o se dejó caer a mi lado, y comenzó a hablar y a tomar de la botella los
últimos restos de whisky que le quedaban.
No sé lo
que dijo, pero habló un largo rato con una duda que nacía del fondo del pecho
abierto y tenso como un tambor, mientras yo le miraba los ojos, los movimientos
de los labios y de su cara cuadrada, con la sensación de que repetía la
pregunta inútil de un hombre perdido en su pasado con más nitidez que cualquier
sonido y cualquier palabra. En cierto momento se llevó las manos a la boca y
creí entender o acaso imaginé que hablaba del grito fantasma que le habían
inventado y nunca pudo dar fuera de la ilusión de la pantalla; un grito
vigoroso y débil, que había quedado en la memoria de la gente después de años
de escucharlo, también él, como el resto, pero ya no podía desmentir sin una
insoportable sensación de derrota. Esa noche dormí en un sillón de su cuarto y
a la mañana siguiente me condujo de nuevo al grupo, se preocupó de hacerles
notar que era su protegido y que nadie debía decir ni pío. Por eso ahora,
cuando los diarios dicen que Johnny Weissmuller murió loco en un hospital de
México, intentando dar el grito de Tarzán, no puedo entretener a los muchachos
del café, como no pude esa vez, en el río, atreverme a pasarlo. Porque ambos
sabíamos que ese grito no era humano, que nacía del fondo del pecho de una
bestia imposible contra la que el hombre había aprendido a pararse sobre dos
pies, y después a ser más fuerte que su músculo, y después a soñarse otro, y
esa lucha nunca había terminado.
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Carlos
María Domínguez nació en
Buenos Aires en 1955 y desde 1989 reside en Montevideo. Es escritor, crítico
literario y periodista. Es autor de las novelas: Pozo de Vargas, Bicicletas
negras, La mujer hablada, ganadora del Premio Bartolomé Hidalgo, La casa de
papel, Premio Lolita Rubial – Narradores de la Banda Oriental, Montevideo,
2002, Tres muescas en mi carabina, Premio de la Embajada de España en homenaje
a Juan Carlos Onetti, Montevideo, 2002. Con el relato La confesión de Johnny
obtuvo el Premio de Cuentos COFAC/Banda Oriental, en 1997. Ha escrito las
biografías: Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti, en
colaboración con María Esther Gilio; El bastardo. La vida de Roberto de las
Carreras y su madre Clara; y Tola Invernizzi. La rebelión de la ternura
(Trilce, Montevideo, 2001). Es, además, autor de varios libros de
investigación, una obra de teatro y un folletín. Sus reportajes fueron
recogidos en los libros: El compás de Oro, e Historias del polvo y el camino.
Fue Director Periodístico de la revista Crisis, Jefe de Redacción del semanario
Brecha y crítico literario del semanario Búsqueda. En la actualidad ejerce la
crítica y el periodismo en Brecha y en El País Cultural.
Fuente: Revista La mujer de mi vida, año 1, n° 9, Dossier: Cuentos para el verano
http://www.lamujerdemivida.com.ar/index.php?option=com_content&view=article&id=295
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El autor se refiere a su cuento:
Ramón Báez me contó la historia de su encuentro con Johnny
Weissmüller una tarde de mayo, bajo la parra de su casa en el Cerro de
Montevideo. Para creerle había que vencer la sensación de que podía
haberse escapado de una novela de Arlt. Criaba cincuenta variedades de
orquídeas –me las mostró–, hacía experimentos con las plantas, a las que
les cambiaba la información genética, iluminaba el perímetro de su casa
con un solo polo de electricidad y el otro provenía de una varilla
enterrada en el jardín, que captaba la de la atmósfera –y también me
mostró–.
Con el tiempo nos hicimos amigos, supe que nació en Carmelo en 1932,
fue lustrabotas, canillita, nadador fondista, vagabundo, obrero
portuario. En el ’49 se afilió al Partido Comunista y en el ’67 custodió
al Che Guevara durante su visita a Montevideo y Punta del Este.
Jubilado por razones de salud, Ramón se hizo escritor de libros para
niños y cuentos rurales.
A Rosario fue con un amigo de Carmelo, acamparon tres kilómetros al
norte, sobre las barrancas del Paraná, y todos los días bajaban nadando
por el río hasta los fondos del club con la esperanza de que Weissmüller
se fijara en ellos. Hasta que una mañana les salió al cruce y les pidió
que se acercaran. “Nos palmeó con una sonrisa grandota y nos habló en
tres idiomas diferentes. Pero no entendimos nada. Tenía una figura
imponente. Sería un hombre de 150 kilos, la caja medía 80 centímetros y
tenía la mirada más linda que vi en mi vida. Yo lo veía desde mi
condición de gurí, con 18 años, y él andaría por los cincuenta. Fuimos
hasta la orilla y a través de un traductor nos preguntó de qué escuela
de natación veníamos. Nos quedamos mudos. Lo único que sabíamos era
toparnos con el río y vencerlo.” Pero Ramón se entendió con Weissmüller.
“Cada vez que salíamos del agua, después de nadar, me revolvía el pelo y
me abrazaba. Entonces me miraba y se le iban los ojos. Yo sabía que se
le iban a otro tiempo, a un tiempo que para él –estoy seguro– era lindo,
algo precioso de su juventud, porque aparecía dulzura en la cara del
hombre.”
Ramón le oyó contar su odio a Chita, el origen del grito de Tarzán.
“Yo lo veía beber whisky como si tomara agua o leche, evidentemente el
loco estaba en pedo, pero lo lleva con pareja dignidad.” Y se dejó ganar
en el río Paraná: “Para mí era la gran tentación, te imaginás, pero al
verlo así, en el agua, con esa angustia en los ojos, fue como si me
hubiese visto a mí, dentro de muchos años, cuando la potencia también me
abandonara; bajé el ritmo, lo dejé ir adelante y ganar. Al salir a la
orilla me abrazó con fuerza y volvió a revolverme el pelo, y a mirarme
de ese modo que tenía él, como si cruzara el tiempo humano”.
Fuente: Página 12, http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-240342-2014-02-22.html
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