Tres muescas en mi carabina (2003). Cap. 1: “Las
tierras emergentes. Enrique”
Durante meses Enrique cargó gajos
y semillas de álamos carolina, formios, casuarinas, cañas tacuara y bambú,
plátanos, membrillos y frutales. Hundía sus botas en la ciénaga de la Juncal,
repetía “hágase la terra”, y aguardaba que se alzara de las aguas y se
hiciera bajo sus pies. Construyó una casilla sobre palos de eucalipto, sembró
una huerta alrededor y se dedicó a pescar con espineles y trasmallos para
ganarse el sustento.
Una tarde de agosto, al pasar
cerca de la isla, Gregorio lo vio trepado al ceibo más alto, con el bote atado
al tronco, mientras la crecida destruía la huerta y le inclinaba la casilla.
Borrado desde mediodía, el sol se había hundido en los negros colgajos de una
tormenta que avanzó del sur con viento frío y un temporal de lluvia. Enfrentado
a olas de metro y medio, Gregorio supo que pasarían muchas horas antes que el río
volviera a calmarse, pero sus esfuerzos por convencer a Enrique de que se
refugiara en el puerto resultaron inútiles. El agua golpeaba los pocos árboles
que se doblaban en el viento y abrazado a una rama junto a la colonia de garzas
blancas, con un capote del que apenas emergía su prominente nariz, Enrique
gritaba: “¡Questa terra é mía!”, “¡questa terra é mía!”, mientras
el cielo lo envolvía en relámpagos y truenos. Zarandeado por una marea que le
arrojaba fuertes golpes de espuma y con el bote lleno de agua, Gregorio
insistió en aproximarse, pero los peligros de la maniobra y los gritos de
Enrique lo decidieron a regresar, convencido de que ahí terminaría la historia
de su nuevo amigo.
El día en que lo vio cargar la
chalana en el muelle tuvo la impresión de que no era un hombre cualquiera. Cada
vez que llegaba a tierra firme, Gregorio se acercaba a escuchar sus
predicciones y le pisaba los talones ofreciéndole una amistad que el italiano
agradecía incómodo, advertido que el rengo gozaba del tolerante desprecio
adjudicado a los tontos.
Criado por el cura párroco en la
iglesia del Carmen, Gregorio había levantado una casilla de madera, palos y
cartones sobre la orilla derecha del arroyo. Sin la leche de la piedad no
habría conocido el amor bajo otra forma, pero aprendió a acompañar su soledad
con el catecismo y el río, de donde extraía una fuente inagotable de
experiencias. Un accidente en un astillero le fracturó la pierna izquierda y
desde entonces, a los treinta y dos años, alternaba la pesca con la cestería en
junco y mimbre que los vecinos le compraban al verlo renguear por la calle,
contrahecho, panzón y semi calvo, de nariz redonda y ojos de niño. Sus
extravagancias lo arrojaron al registro de los idiotas. Decía que las nieblas
de la mañana eran una bocanada del cigarro de Dios porque antes de separar las
aguas y hacer el día, meditaba, igual que él, acompañado de un tabaco.
Aseguraba que el Señor vivía en
el río y le hacía oír las voces que traía desde Paysandú, Concepción y Salto, tan
claras y cristalinas como si las tuviese al lado. A las bromas sobre su soledad
respondía que no necesitaba mujer porque en las noches conversaba con las
vírgenes, y si alguien se ponía grosero se le hinchaban las venas alrededor del
cuello, le giraban los ojos y dos hombres no lograban sujetarlo. Enrique temió
que la compañía de Gregorio desacreditara sus predicciones a los ojos de los
demás. Pero con el paso de los días comprendió que no hallaría en Carmelo más
que a un tonto y le abrió su confianza.
Cada vez que venía mal tiempo,
Gregorio salía en su bote y se acercaba a la isla, por si el italiano
necesitaba algo. Regresaba con algún encargo que cumplía cuando los vientos
calmaban, y compartían largas conversaciones mientras imaginaban el avance de
selvas y montes sobre la blanda superficie del agua.
Desde la orilla oriental la costa
argentina es una franja verde y ocre donde el sol entierra sus rayos. Las islas
se superponen unas a otras en una falsa continuidad de bosques apretados y tan
extendidos sobre el oeste que semejan, como decía Enrique, la vanguardia de un
ejército de árboles, enredaderas, animales y pájaros que ninguna fuerza humana
podría detener. Lo decía con tal convicción que cuando el río estaba sereno,
recostado sobre la margen que miraba al Tigre, Gregorio creía oír el avance de
la tierra y la hojarasca, un lejano derrumbe de árboles secos, pálidos como
cadáveres, luego cubiertos de musgo, perforados por gusanos y larvas; las
secretas pisadas de los carpinchos y las nutrias, una agitación de álamos en el
viento, y el rumor de las frutas que rodaban al agua: grandes duraznos
partidos, naranjas y manzanas en caída al negro corazón del día, donde
picoteaban los pájaros y rumiaban los ciervos de los pantanos en su largo viaje
hacia el este.
“Se muove”, le decía
Enrique, “la costa se muove como una lenta marea”, y espiaba la
concentrada mirada de Gregorio. Le contó que durante cinco años había trabajado
de segundo piloto en una de las últimas goletas carboneras que hacían el
tráfico a los puertos de Rosario y Salto, llamada “Felicidad turca”. Un barco de
setenta toneladas, veinte metros de eslora y un calado rebatible mediante una
orza que le permitía desplazarse con bajante en los recodos más difíciles del río.
Los pamperos le arrancaban tenebrosos crujidos a la arboladura y el casco tenía
varios rumbos de agua que debían calafatear cada dos o tres meses, a cuenta de
una reparación mayor, siempre postergada. Su dueño, Giuseppe Malguarda, un
genovés avaro que vivía en Rosario, había construido tres barcos de carga y bautizado
a cada uno con el recuerdo de un amor ingrato: “Sueño turco”, “Felicidad turca”
y “Esa cualquiera”, epitafio de su relación con una bailarina de Estambul, un
sitio lejano como su juventud, entonces borrada de su rostro y de su corazón,
que parecía latir sólo por resentimiento. Malguarda competía con los vapores de
la Compañía Salteña que dominaban el tráfico en ambos ríos, convencido de que
tarde o temprano el acero mostraría su inferioridad frente a los paños y la
madera. Se burlaba de las banderas de los buques salteños, que llevaban la
inscripción: “Res non verba”. Los marineros, aseguraba, creían que
aquello quería decir “la vaca no habla”, y cada vez que los cruzaba en el río obligaba
a la tripulación a formarse en cubierta y dirigirles un concertado corte de
manga, que los tripulantes de los vapores contestaban con el índice de una mano
en la argolla dibujada por la otra.
En el “Felicidad turca” Enrique
había hecho incontables viajes, de Buenos Aires a Santa Fe y de Colonia a
Salto, en los que aprendió a conocer el capricho de los vientos, los
desplazamientos de los bancos de arena y los pasos de fuerte correntada. Había visto
crecer muchas islas y desgarrarse otras por el empuje de las aguas, dejando al
descubierto un avispero humano con el nido partido a la mitad. Esa gente, dijo,
vivía bajo otra ley que la mayoría de los hombres y si no los hubiera conocido,
acaso nunca habría decidido instalarse en la Juncal. Por enigmática que
resultara la confesión, Gregorio no reparó en ella. Al menos cuando la
recordaba años después, no mostraba la menor inquietud. Pero le impresionaron
los gritos de Enrique en el río. Aquella noche de sudestada, adormecido bajo la
tormenta que estremecía su casilla, volvió a verlo trepado al árbol igual a una
enorme garza mora, con los cabellos al viento y empapado por la lluvia. Se despertaba
y regresaba al sueño con la imagen de Enrique sobre el fondo de una enorme luna
llena que alumbraba la tempestad con una fuerza inverosímil. Como a la mañana siguiente
los vientos continuaron fuertes y arrachados, creyó que el italiano no había
sobrevivido y lo recogerían las redes de los pescadores en algún paraje del
estuario.
[continuará...]
[Fuente: Carlos María Domínguez, Tres muescas en mi carabina, Alfaguara, Buenos Aires, 2003].
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