Con los nubarrones oscureciendo Pocitos como telón de
fondo, Sudestada conversó con el escritor argentino instalado en
Montevideo desde finales de los ochenta. Autor de una de las mejores
novelas de los últimos tiempos (Tres muescas en mi carabina), Domínguez
nos llevó de viaje por los secretos de un río interminable y traicionero
y los de su gente.
Después de varios días de calor agobiante, la
tormenta se iba dibujante lentamente en el horizonte de Montevideo, por
fin. Se venía el agua y un rato antes que ella, llegamos nosotros a la
casa de Carlos María Domínguez en las afueras de Montevideo. Y sin
movernos de allí, echamos un vistazo a las historias del río que
Domínguez conoce como un erudito, al presente de la literatura argentina
mirada desde la orilla de enfrente, al recuerdo inalterable del gran
Haroldo Conti y los pasillos más oscuros de nuestra gente, los de una
Buenos Aires que «se mira el ombligo», y los de allí nomás, esos que
viven fuera de la ley menos preocupados por las noticias del día que por
saber los vientos que lleva la corriente mañanera.
Hablando de Tres muescas en mi carabina, tu último libro editado en Argentina ¿de dónde sacaste los primeros datos?
Es
una historia curiosa. Tiene como antecedente a Haroldo Conti, cuando
editó La balada del álamo Carolina en 1975, donde había un homenaje a
doña Julia, la patrona de la isla Juncal en las páginas finales.
Una
vuelta, estando ya en Montevideo, me invitaron a dar una charla en la
Biblioteca del Cerro, cuando habíamos hecho con María Esther Gilio la
biografía de Juan Carlos Onetti, Construcción de la noche. Ahí, el poeta
Edgar Silva me presentó a Ramón Báez, un uruguayo que vive en el Cerro,
oriundo de Carmelo. Fuimos a tomar unos tragos a su casa y me contó que
dos de sus primos hacían contrabando de nazis por la Juncal. Entonces
me acordé del texto de Haroldo y lo releí esa misma noche; y bueno, en
ese texto daba una serie de nombres que todos los 19 de julio cuando la
vieja (Julia Lafranconi) cumplía años iban a festejarle tres días de
joda a la isla. Entonces con esos nombres me fui a Carmelo y a Nueva
Palmira a ver si existían. Algunos habían fallecido, pero estaban los
parientes.
Todos conocían quién era Julia. Era pasar de la
literatura a la realidad. Uno me dijo que fuera al cementerio de
Carmelo, donde estaba la tumba de Julia. El cuidador del cementerio
encontró la puerta media abierta, la pateó y salió con la urna de la
vieja, la abrió y me puso la calavera de la vieja en la mano. Así que
fue como un shock. De esa manera tan shakespereana entré al mundo de la
Juncal. Y a partir de la investigación fui encontrando los caminos para
hallar personajes, reconstruir la historia, todo lo que Haroldo no había
contado en su momento, porque desde luego la vieja vivía entonces, y él
la iba a ver cada tanto. Ahí conté simultáneamente la historia de la
fundación de la Juncal, del padre de Julia, Enrique, y la negra María
con su historia, mezclando la realidad con la ficción.
Muchos
elementos de la escritura responden a la imaginación y otros son
verídicos. Eso fue lo que motivó la manera de acercarme a la historia,
siempre sintiéndo la compañía de Haroldo, un escritor que yo admiro y
quiero mucho, fue como un faro en esa búsqueda. Ramón Báez, un hombre
que llegó a nadar con Tarzán, es decir con Johnny Weissmuller, me
introdujo a la vida de Carmelo de una manera particular, de primera
mano, porque cuando él era chiquilín iba a la isla nadando casi todos
los días. A los cinco años cruzaban el Río de la Plata, arriba de
camalotes y usando la correntada del Uruguay llegaban a la isla, y luego
con la corriente inversa se volvían a la tarde. La vieja Julia les daba
de comer. Después los primos de él que se dedicaban al contrabando lo
hacían todo por ahí, hasta pasaron muchos nazis, ese fue el comienzo de
la historia.
¿Te apasionan las historias del Río de la Plata?
Sí,
viste que Buenos Aires crece de espaldas al río, es una ciudad que le
da la espalda, y cree conocerlo. En realidad cuando crucé de orilla del
lado uruguayo me di cuenta que no conocemos un carajo al río, que es
como una máquina compleja y fascinante, y a tal punto todavía sigo
metido en el agua que los prácticos del puerto de Montevideo me
encargaron un libro para que cuente cómo trabajan. Ellos son lo que
entran los grandes buques al estuario, los grandes contenedores, los
cargueros. Lo acabo de terminar y creo va a salir este año.
Estando
adentro del río te das cuenta que es una maquinaria muy espesa, te das
cuenta porqué lo llaman el infierno de los navegantes, esa cosa de la
cual se reía de alguna manera Saer, asumiendo una risa muy argentina.
Porque, claro: se supone que un río bajo no puede ser un infierno para
los navegantes; y sin embargo hay cientos de barcos hundidos, que lo
hacen muy peligroso. En realidad es un río de ilusiones, no sólo porque
está condenado a desaparecer en gran parte, sino porque además de ser el
río más ancho del mundo, para navegar es el más estrecho.
¿Cruzando a Montevideo te diste cuenta quiénes conocían la verdadera historia del río?
Yo
me hago cargo que como argentino desconocía toda esa realidad. Siempre
me crié cerca del Río de la Plata, siempre estuve cerca del agua. Desde
el lado de Buenos Aires es un río que se ve siempre color melena de
león, del que hablaba Lugones, ese color barroso, ladrillo. Sin embargo,
vos de acá ves que el río tiene muchos colores.
Es un río de
tres colores: en la bahía de Montevideo cuando descarga el Uruguay, como
arrastra tierras negras, se pone pardo y agrisado; cuando descarga el
Paraná, que arrastra tierras rojas, se pone de ese color melena de león,
ladrillo; y cuando entra al mar se pone verde o azul. Es un río que no
crece tanto por las lluvias y sí cuando lo empuja el viento del sur. Hay
una sudestada en el mar y es como si le pusieran un tapón a una
botella.
Corre la sudestada y el río se vacía de nuevo. Muchos
barcos que entran después se quedan sin agua para salir y tienen que
esperar otra sudestada que vuelva a subir el nivel de las aguas y
rajarse lo antes posible, apurados, uno detrás de otro para que no
vuelvan a quedarse atrapados. El régimen de los isleños y sus costas es
un mundo, un mundo muy particular, muy sin ley, muy cerca de dos
metrópolis como Buenos Aires y Montevideo, y sin embargo rige la ley de
las armas, la ley salvaje, que de alguna manera la novela en cierta
forma refleja. Encontré muchos personajes en la costa, contrabandistas,
cazadores furtivos, gente que vive en una marginalidad como si estuviera
en África.
[fuente: http://www.revistasudestada.com.ar/articulo/122/carlos-maria-dominguez-el-rio-es-una-maquina-compleja-y-fascinante/]
(La nota completa en Sudestada 27, abril 2004, edición gráfica)
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