EL PARAÍSO RECOBRADO
Autodidacta, dandy,
viajero, pero también trabajador intensivo de la industria del cine y
estrella de la dirección de arte –ganó su primer Oscar por la película
Restauración de 1995–, Eugenio Zanetti está de vuelta en la Argentina
para presentar su primera película como director, Amapola, y para la
puesta de El jardín de los cerezos de Chejov en el San Martín. En charla
con Radar, Zanetti cuenta su infancia en una familia de intelectuales
de izquierda, recuerda a Pier Paolo Pasolini y a Mujica Lainez,
desmitifica el éxito en Hollywood y explica por qué su debut como
director –con actuaciones de Camilla Belle, Lito Cruz y Geraldine
Chaplin– tiene mucho de autobiografía.
Aunque ya
tenía una larga carrera en el teatro y en cine, para muchos espectadores
y personajes de la industria la figura de Eugenio Zanetti, talento
argentino de la dirección de arte radicado en Hollywood, comenzó a tomar
forma a principios de los ’90, cuando se estrenó por acá un thriller
sobrenatural titulado Línea mortal, con una Julia Roberts que recién
empezaba. La película era un disparate que se imponía por su estilo
visual, por sus escenografías, por su atmósfera algo ominosa, que le
debían mucho al trabajo de Zanetti, como bien se consignaba en la
reseñas locales. Un lustro y unas cuantas películas más tarde, Zanetti
–quien para entonces ya había trabajado con personajes tan diversos como
Pasolini, Sergio Renán, Valeria Lynch, Wayne Wang y Arnold
Schwarzenegger– ganaba el Oscar por el diseño de producción de
Restauración, una historia ambientada en Londres del siglo XVII, con
Robert Downey Jr., Ian McKellen y Meg Ryan, y con ese reconocimiento
terminaba de consagrarse como una estrella internacional en su
especialidad.
Sólo que para entonces ya tenía 50 años y toda una trayectoria, y el
hombrecito dorado de la Academia, dice, no le iba a cambiar la vida a
esas alturas. “Recuerdo que iba en la limusina a la entrega del premio
–dice Zanetti, en entrevista con Radar– y mi mamá, que me acompañaba y
que era una mujer muy sabia, me dijo: ‘Mirá que el Oscar no es muy
importante, es un premio de la industria, como otros’. Tenía razón. No
quiero sonar pedante, pero yo había sido un laburante del arte toda mi
vida, y eso no iba a cambiar.”
Y es que “ya llevaba vividas varias de sus vidas”, dice Zanetti
ahora, que con 67 años que parecen muchísimos menos y una experiencia
que lo llevó a peregrinar y trabajar durante décadas por Medio Oriente,
Europa, y Estados Unidos –y su Córdoba natal y Buenos Aires de vuelta,
cada tanto–, vive como un nuevo comienzo el estreno de su primera
película como director, Amapola. Mientras tanto, en el Teatro San Martín
puede verse una puesta de El jardín de los cerezos, de Chejov, que
cuenta con escenografía, vestuario y proyecciones a su cargo y dirección
de Helena Tritek, una de dos larguísimas amistades vinculada tanto con
sus vidas pasadas como con sus dos obras más actuales: casi medio siglo
atrás, Zanetti hizo las escenografías de una puesta en el mismo teatro
de la obra de Martha Mercader, Una corona para Sansón, en la que Tritek
era “la princesita” y Lito Cruz, su amigo desde entonces y hoy uno de
los intérpretes de Amapola (donde hace del padre de la protagonista), el
guerrero del cabello largo.
Amapola es el nombre de la protagonista de la película (la
californiana Camilla Belle), hija de una familia de artistas,
propietarios de un lujoso, aristocrático hotel en el Delta del Paraná
donde todos los años montan una multitudinaria puesta de Sueño de una
noche de verano. Mediante una suerte de viaje en el tiempo que puede
verse más bien como un trip metafísico, Amapola descubre el triste
destino reservado para su familia y su hotel–teatro. El relato está
dividido en tres actos puntuados por otras tantas instancias bien
definidas de la historia argentina –la muerte de Eva Perón, el golpe de
Onganía y la guerra de Malvinas–, las cuales coinciden a su vez con tres
momentos en los que Zanetti se alejó largamente de la Argentina. La
pregunta es inevitable: ¿cuánto tiene de autobiográfica, de su propia
infancia y juventud, el argumento de su ópera prima?
“Necesariamente tenía que haber algo autobiográfico”, dice el
director. “Días atrás, mientras veía la última versión de Amapola, no
podía dejar de pensar en dos películas que me marcaron cuando tenía unos
seis años: Las zapatillas rojas y Los cuentos de Hoffman, ambas de
Michael Powell. En esa época en que ir al cine era todo un evento, me
impresionó una idea del cine como posibilidad de expansión de la
imaginación. Muchas cosas hoy pueden hacerse con tecnología digital,
pero Powell lo hacía con una economía de medios absoluta. Era parte de
un mundo nuevo; el mundo en el que me crié yo. Nací en el ’46, así que
soy un baby boomer. En cuanto terminó la guerra, mis viejos se fueron
para el dormitorio, como tantos otros millones de personas, pensando que
sus hijos iban a nacer en un mundo mejor. Creo que los que pertenecemos
a esa generación fuimos inseminados con una carga de miedo muy fuerte.”
¿Por qué decidiste empezar la película con la muerte de Eva Perón?
–Porque era chico y la recuerdo muy bien, fue muy impresionante. Los
tres momentos que marcan los actos de la película, coinciden con mi
infancia, mis veinte años y mis cuarenta, que son, grosso modo, los
principios y finales de acto en una vida. A los 20, con el golpe de
Onganía, me fui de la Argentina por primera vez, no porque estuviera
perseguido sino porque eso es lo que hacía mi generación: se iba. Con
Malvinas me fui de nuevo, y eso marcó otros 26, 27 años, en otro
universo. Si bien Amapola es como un cuento de hadas y no trata sobre
estos momentos políticos, para mí era importante marcarlos a través de
lo que se escucha o se ve en la radio y en la televisión, porque de
algún modo, aunque sus protagonistas viven en una isla, en un espacio
protegido, en esa especie de paraíso terrenal, lo que ocurre en el mundo
va modificando sus vidas. Yo, que vengo de una familia de intelectuales
de izquierda y tomé la decisión de no volcarme a la política, siempre
supe que es imposible evitarla. En este cuento que tiene una parte
fantástica, las cosas no van a encontrar un final feliz, sólo una suerte
de solución. Por eso aparecen los aviones sobrevolando la isla: porque
la protagonista entiende que aunque esté al mando de su propio destino y
el rumbo de la historia se corrija un poco, los aviones van a pasar
igual.
VIDAS IMAGINADAS
Cada tanto, Zanetti dirá algo así como “yo sé que esto suena un
tanto...” (léase “un tanto new age” o “delirante”) o como “no quiero
hacer metafísica barata”, como si previera una reacción desconfiada de
sus interlocutores, cuando habla de ese tema que lo ha obsesionado a lo
largo de su vida y que impregna fuertemente su película: la idea de
destino, de vidas posibles. “Creo que lo que le pasa a Amapola me ha
pasado a mí también; esto de los universos paralelos que ahora la física
cuántica dice que es real, que no es un recurso literario, yo lo he
vivido: hay opciones, hay distintos caminos a tomar. Yo he tenido varios
finales de acto, con caída de telón y nueva escenografía y nuevos
personajes. Por lo menos tres veces.”
Por supuesto, aclara, no hay que ser enteramente literales a la hora
de interpretar sus palabras: Zanetti puede sustentar cada una de estas
ideas en experiencias propias muy concretas e intensas que lo han
llevado de un lado del mundo a otro varias veces por los caminos menos
previsibles. Verdadero autodidacta, cuando a los 15 años decidió que
quería estudiar Bellas Artes, su padre le dijo que no perdiera el
tiempo, que aprendiera directamente de los mejores, y le regaló una
enorme colección de libros con la historia de la pintura. “Fue una
actitud quizás un poco pedante de su parte, pero yo se la aprecio porque
me permitió esquivar esa tentación propia de la juventud, de tratar de
pertenecer, de seguir alguna tendencia. Esto, por supuesto, hay que
ponerlo en el contexto de una casa muy liberal, muy estimulante, en la
que se hablaba libremente de todo. Lo que dice el niño Tincho, el
hermano de Amapola en la película, es una anécdota de mi vida: después
de leer un libro de psicología les dije a mi papá –que era un poeta y un
intelectual– y a mi mamá que yo creía que tenía lo que el libro
señalaba como ‘tendencias homosexuales’, y ellos, que eran tan modernos,
me dijeron: ‘Está todo bien, no te preocupes’. No tuve academia, pero
tuve eso, en ese ambiente; esa posibilidad.”
Hay en la familia de Amapola una cierta idea de aristocracia en decadencia. ¿Eso proviene de tu propia familia?
–Mis viejos no eran estas gentes en absoluto, tal vez la madre de
Amapola vendría a ser como mi abuela, una especie de diva de ópera. Pero
tengo presente la idea de aristocracia en decadencia: vengo de hacer El
jardín de los cerezos, que es justamente eso. Mi familia era primera
generación de inmigrantes; lo que sí había era un sentido cultural y
político muy marcado. La gente de izquierda de los años ’30 –mi viejo
nació en 1910– es gente que nunca pudo decir lo que pensaba. Primero,
porque en los ’30 ellos sabían bien lo que pasaba en la Unión Soviética,
no eran tontos, pero no le iban a hacer el juego al nazismo en
desarrollo; y después vino la guerra y después el macartismo, y la
cuestión es que por una razón u otra son una generación que nunca pudo
abrir la boca sobre lo que de verdad pensaba del mundo. Entonces lo que
había es no sé si una decadencia, pero sí una enorme frustración, la de
una familia brillante, con la perspectiva del ‘hombre nuevo’, que sentía
que había pasado toda su vida callándose. Mi decisión de ser un artista
y no un ser político viene de esa disyuntiva, de no querer repetir la
historia de mi viejo, que murió muy angustiado porque no encontró la
conexión, la manera de expresar el mundo que había en su cabeza frente
al mundo real.
En 1966, Zanetti partió primero a Europa, y de allí, siguiendo con
sus amigos la filosofía del sufismo que lo había cautivado a través de
sus lecturas, a Afganistán, en un largo viaje en auto. De vuelta en
Italia, conoció a Pier Paolo Pasolini, quien lo invitó a trabajar con él
en su producción de Medea. “Por eso es que yo digo que creo en la buena
estrella”, dice. “Durante mis años de estudiante en Córdoba yo había
visto en el cineclub Teorema y sus otras películas, y ahora sentía que
la posibilidad de trabajar en una película de él sólo podía ser parte de
mi destino, un regalito que me permitió entender cómo hacía su trabajo
poético el más poético de los cineastas contemporáneos. Tuve la
oportunidad de hablar mucho con él, de discutir su guión, porque aunque
era un hombre seco, más bien austero, tenía un discurso muy articulado y
también era afectuoso con la gente.”
Aquel primer acto llegó a su fin cuando el padre de Zanetti murió
tempranamente, a los 60, y debió volver a la Argentina para ayudar a su
madre y hacerse cargo de sus hermanos, bastante menores que él. En los
años que siguieron adquirió una importante experiencia en el teatro
local, hizo una comedia musical muy grande (Están tocando nuestra
canción, con Valeria Lynch), y luego el Drácula de Renán; y también
algunas películas, como El poder de las tinieblas, de Mario Sabato.
“Tuve mucho trabajo, pero para cuando empezó la guerra de Malvinas yo
estaba ensayando El espíritu burlón, de Noel Coward. Y como Coward era
inglés, decidieron no ponerla. Esto para mí ya era como ciencia ficción,
así que ahí viene otro corte y otra partida; otro país, otra gente.”
Con la promesa que le había hecho un amigo de contactarlo con una
representante en la industria, Zanetti se mudó a Los Angeles. Lo primero
que le dijo su nueva agente fue que esto iba “a ser para largo”, pero a
los dos días le mandaron un guión, y “al cuarto ya estaba haciendo una
película con Wayne Wang”, Sin vía de escape (título local de Slamdance,
1987). Su trabajo en Hollywood se extendería a lo largo de más de dos
décadas, incluyendo varias películas del director Michael Hoffman, quien
en 1995 estrenó la que le valió el Oscar a mejor dirección de arte:
Restauración. Una segunda nominación le llegaría tres años después, con
Más allá de los sueños, del neocelandés Vincent Ward, que significó para
Zanetti “una gran oportunidad, porque no muchas veces te ofrecen hacer
La Divina Comedia en cine. La experiencia tuvo sus bemoles: el guión
estaba muy bien escrito, pero era muy hablado, y también es muy fácil
caer en el kitsch cuando pretendés representar el cielo y el infierno.
Pero creo que conseguimos hacer cosas muy interesantes, y metimos muchas
referencias argentinas, como la Biblioteca de Babel de Borges, así como
muchas otras cosas de estilo pictórico que pude darme el gusto de hacer
porque era una película muy grande y sobre la imaginación”.
EL MUNDO QUE DESAPARECE
En aquella segunda oportunidad el Oscar no fue para él, pero Zanetti
asegura que no es algo que lo desvele. No sólo porque ya había ganado
uno sino porque, dice, lo había ganado a una edad en la que ya nadie
empieza una vida nueva, al menos no en Hollywood. “En Estados Unidos, el
Oscar está en el imaginario de todos, un chico de siete años ensaya su
discurso de agradecimiento en la ducha de su trailer en Arizona. Por eso
para algunos es como un cachetazo cuando les tirás abajo la ilusión,
cuando les decís que no es tan importante. Pero para muchos de los que
lo ganan es al revés: los ves con el Oscar en la mano como diciendo ‘ey,
no se olviden que todavía sigo necesitando trabajo’.”
Parte del mito que acompaña el Oscar puede llevar a preguntarse por
qué es que en los últimos años un artista que parece tener una carrera
asegurada en Hollywood tomó la decisión de volver a la Argentina y
trabajar acá. En parte, dice, porque sólo acá puede emprender proyectos
personales como Amapola. Por el camino tuvo algún que otro proyecto
frustrado, como Arbol de fuego, en el que trabajó mucho y que significó
para él “un par de años de lucro cesante”, un agujero económico. “Es que
–como dijo hace poco en una entrevista televisiva, con la gracia y el
humor que caracterizan su manera de hablar– ustedes me ven así, vestido
como Manucho Mujica Lainez, pero yo soy un laburante.” La referencia no
es al azar: Zanetti mantuvo una larga amistad con Mujica Lainez. “Con él
tuvimos conversaciones extraordinarias, parecidas a cómo se hablaba de
cultura en mi infancia: de libros, de las primeras ediciones, de un
mundo que no existe más. Un mundo muy estimulante y que te da mucho
training, pero también mucha pedantería.”
¿Te sentís pedante cuando hablás de esta infancia repleta de estímulos?
–Espero no serlo, pero tengo un temor continuo, porque todo eso
parece muy grande al contarlo, mientras que en realidad todo ocurrió muy
sencillamente. Mi papá era amigo de Neruda, de Pablo de Rokha, de María
Teresa de León, de varios exiliados de la guerra civil; cuando uno lo
dice parece que está tirando nombres, haciendo un relato ‘de sociedad’,
pero ésas son las cosas de las que me acuerdo, de cómo se hablaba todo
el tiempo de ideología, de literatura. Eso, creo, es lo que está en la
película, la infancia como ese lugar de paraíso perdido, del cual
venimos todos. Yo extraño eso, el amor por los libros como objeto, la
tinta, la tipografía, en lugar de los e-books. No reniego de la
tecnología, hasta tuve un premio de pionero digital por una película que
hicimos con John McTiernan a principios de los ’90, El último gran
héroe. Pero lo que no siento es eso que los norteamericanos llaman
techno-lust, no me excito sexualmente con la tecnología, la considero
simplemente un instrumento. No digo que lo nuevo sea peor ni mejor,
simplemente es distinto. Y yo siento melancolía por ese mundo que está
desapareciendo.
[Entrevista al director por Mariano Kairuz para RADAR, del domingo, 8 de junio de 2014]
[Entrevista al director por Mariano Kairuz para RADAR, del domingo, 8 de junio de 2014]