Esta mañana el agua acaricia los márgenes del canal. Mientras la vemos subir, paciente y obstinada, Patricio me explica que en momentos como este el problema se presenta dentro de las casas, donde el río penetra a través de los caños y las rejillas. La ciencia hidráulica no es una opinión. Sin embargo, hay que reconocer que el agua es hoy generosa y acogedora con nosotros: viene a nuestro encuentro desde todas las direcciones. Es la fiesta de los charcos. Un manto húmedo cubre la belleza de este lugar; la acaricia apenas y la hace más tranquila y estática de lo que es. No había un solo rayo de sol en Palermo hace un rato y tampoco hay sol acá en Tigre; tampoco hay sombras, hay más bien un plateado casi apagado. Las calles están desiertas y los locales cerrados. Hay un silencio sordo. ¿Fue para esto que vinimos hasta aquí?
Ayer Fabián había puesto todas estas islas en mis manos bajo la forma del libro de Alicia Plante, Una
mancha más. Julia, la protagonista, viene a Tigre cada vez que puede, para escapar del caos de la ciudad. Aquí ella disfruta el olor del río y el susurro de la brisa, camina o da una vuelta en lancha cuando la lluvia y el frío se lo permiten. Encuentra rostros amables, conversa o se queda en silencio – sin que resulte incómodo, porque el silencio, dice Alicia Plante, forma parte de este lugar, “pertenece al río mismo y a su gente”.
En realidad esta frase aparece al principio de la novela. Luego algo sucede, y las voces empiezan a correr: viejas leyendas y chismes oscuros sacan a la superficie verdades atroces, mientras la historia se retuerce en una vorágine turbia. Fue así como ayer se me presentó Tigre. Y hoy, al explicarme el sentido de ese título (una mancha más al tigre), dos nuevos narradores sumaron sus voces a aquellas. Juan y Patricio conocen bien las historias y el rostro ambiguo de esta zona. Parece que el delta siempre ha sido el mejor lugar para esconderse. Venir a Tigre también es desaparecer.
Pero hoy nosotros no vinimos a buscar a Kurtz. Solo queríamos hacer un inocente paseíto, en un bote de remos por un lugar agradable. Pero los botes no salen con este tiempo. Entonces nosotros entraremos al vientre que los contiene. Aquí están todos, incluso los más largos, con formas gráciles, durmiendo su siesta ordenados en la larga sala de un famoso club de canotaje. Es el club de Patricio del cual él, con toda razón, está orgulloso. Caminamos sobre el tablado; el espacio que se abre entre las tablas deja vislumbrar el agua oscura y oscilante. Conozco este piso blando y suspendido, lo conozco bien, me produce una sensación agradable y cercana. Estoy en un lugar familiar. Conozco su nombre: squero. Así se llaman en Venecia, donde viví tantos años, los lugares donde se reparan las embarcaciones. Allí los amarraderos de los remeros protegen embarcaciones multicolores. No las góndolas negras, pintadas de luto en el 1700 durante la antigua y terrible epidemia, sino las que todavía portan los originales y luminosos distintivos del canotaje veneciano. Estas góndolas coloridas desprecian los canales estrechos de la ciudad y acostumbran surcar el espectro amplio de la laguna. Tienen una vida luminosa, sin tristezas.
Ahora Patricio nos llama y nos muestra los remos de competición y los otros, las canoas de los campeones y las embarcaciones más anchas, con asientos cómodos. Para seguirlo alejo la mirada de los listones del piso. De repente el espacio no me parece tan familiar. El remero de la laguna no es el del exuberante delta. Navega de pie, en un precario equilibrio dentro de una cáscara liviana y desbalanceada, mientras mantiene en posición casi vertical su único remo, largo y liso. Su ritmo es totalmente distinto.
Y el ritmo lo es todo. Se ha dicho que es en el ritmo donde reside el espíritu y la belleza de cada ciudad. Cada lugar tiene su ritmo y si no captamos ese ritmo, si lo perdemos – precisamente como se puede perder el ritmo musical – no entramos en ese lugar. Podemos pasar temporadas enteras en una ciudad si alcanzarla nunca; podemos pasear por sus calles, pero como fantasmas inconscientes.
Entonces, hoy vinimos aquí ¿pero yo en realidad llegué? ¿estuve en Tigre?
Es cierto que hay ritmos difíciles, que nunca llegaremos a captar. Hay lugares que nos serán siempre desconocidos. Pero hay algunos que son extraños y en estos ni siquiera podremos perder el ritmo. Porque en ellos la presencia se confunde con la ausencia, según una argéntea mezcla de visitas y soledades, de historias, de voces y de silencio. Estar aquí sin estarlo ¿qué significa? Para algunos, esconderse. Para otros, permanecer (indecisos) en el umbral.
Solo que este umbral es una vorágine, quizás la verdadera puerta de entrada a un lugar como Tigre.
fuente: http://filba.org.ar/blog/?p=1714
Andrea Cavallletti es un filósofo italiano contemporáneo
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