16 de marzo de 2012

Santa Fe. El río que trae y que lleva - Paraná. Biografía de un Río (Cap 5)



Capítulo 5:

Las cuarenta horas de navegación entre Rosario y Santa Fe son, para la tripulación del Paraná Rangá, el aprendizaje de la lentitud. El historietista Pere Juan lo define lacónicamente: "¿Qué pasa? No pasa nada". Pero sí pasa: el tiempo, el río y el paisaje de islas del pre delta cambian continuamente, sólo que lo hacen tan despacio que la modificación es imperceptible para el ojo humano en el corto plazo. Las historias de barcos hundidos que, con el correr de los años, se transforman en islotes lo confirman. En "El río sin orillas", Juan José Saer describió la formación de una isla frente a la casa de Juan L. Ortíz. Primero fue un punto, un pequeño montículo en el medio del agua; casi 20 años después, una nave de tierra y árboles que resiste la corriente del Paraná.

Contra la corriente el barco llega a Santa Fe de la Vera Cruz, la ciudad refundada. En 1573, Juan de Garay la fundó en un sitio en el que las inundaciones, las plagas de langostas y los embates de los indígenas obligaron a trasladarla 80 años después. Esa mudanza reprodujo, en el nuevo lugar, casi exactamente la distribución de seis por once manzanas de la ciudad vieja: la iglesia, la plaza, los edificios importantes, todos ocupando el mismo espacio en la planta.

Durante dos siglos, la ciudad nueva creció sin prestarle atención a los cauces de agua que la rodeaban, hasta que el puerto empezó a ser fuente de prosperidad económica y así empezó el vínculo. El río, los ríos, fueron entonces amigos y enemigos de Santa Fe. Trece crecidas importantes a lo largo del siglo XX dan testimonio de esta relación marcada por épocas de progreso y por épocas de pérdidas. La ciudad se expandió ocupando tierras inundables, y el río se encargó de recordárselo. Incluso, en 1983, arrastró a su símbolo, el Puente Colgante, hasta derribarlo. El río sin orrillas de Saer se manifiesta de maneras misteriosas, tanto en la fuerza de la correntada como en la lentitud de las tardes en los patios de Colastiné, donde parece que no pasa nada, pero pasa.

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