-Vení conmigo -dice el padre.
Wenceslao se para, sintiendo un ligero temblor en las piernas. El padre pisa la proa y salta a tierra. Wenceslao ha¬ce lo mismo. Ahora caminan con gran lentitud, y cuando Wenceslao mira para atrás la canoa ha desaparecido. En su lugar queda otra vez la niebla cerrada, la miríada de partículas blancas húmedas que ha devorado la masa roja de lo que ellos llamaban "la canoa". Un pequeño fragmento de tie¬rra los acompaña, un manchón amarillento -ese amarillo sucio y oscuro del humo sucio de las hojas podridas quemándose al atardecer- sobre el que ellos parecen tratar de avanzar sin resultado, como una plataforma que estuviese desplazándose horizontal bajo sus pies, bastante rápido como para estar siempre debajo e impedirles caer en el vacío. La espalda ancha del padre, cruzada por las cintas de lona, oscila flanqueada por la escopeta y la bolsa. El palo se balancea sostenido por su mano derecha. Hay tanto silencio -un silencio que devora rápido, como la niebla ha devorado la canoa colorada, el chasquido de sus alpargatas sobre la tie¬rra- que en los oídos de Wenceslao resuenan todavía los chapoteos de los remos, únicos sonidos nítidos y persisten¬tes, la caída regular en un río invisible de un par de remos rojos comidos hasta la mitad por la niebla. El padre se para y mira a su alrededor como si estuviera tratando de orien¬tarse. Wenceslao también se para, mirando la cara de su pa¬dre, el bigote negro copioso, agolpado sobre el labio supe¬rior y cayendo achinado sobre las comisuras, la frente limitada por el sombrero negro. El padre observa la masa compacta de niebla que de vez en cuando despide destellos plateados, opacos, como tratando de conjurarla con la mi¬rada y hacerla retroceder. No le responden más que la quie¬tud y el silencio. Ahora no parece ni que se hubiesen levan¬tado, hubiesen tomado el desayuno magro, dejando a la madre y a los chicos durmiendo en el rancho, y hubiesen atravesado lentos el río en la oscuridad, un río todavía visi¬ble aunque negro, y hubiesen penetrado en la niebla; y la más inescrutable oscuridad era toda la vida mejor que eso. Ahora no parece sino que la niebla hubiese devorado tam¬bién el tiempo y su depósito, la memoria. El padre trata de horadar con la mirada la pared compacta de partículas blan¬cas, como si esperara leer en la niebla un significado escrito en ella, el significado de la niebla misma, o el que la niebla oculta y ellos han venido a buscar, el significado de la razón que han tenido para venir a buscarlo.
-Un momento -dice el padre-. Un momentito.
Avanza unos pasos y la figura pierde primero todos sus relieves, antes de perder su nitidez. Otra vez son unos man¬chones oscuros, vagos y destellantes, que ondulan, se agran¬dan y se achican, como organismos vivos, envueltos en ca¬pas cada vez más densas de partículas húmedas que se arremolinan a su alrededor.
-Vení, Layo -dice el padre.
Wenceslao avanza y recupera otra vez el cuerpo nítido, la cabeza cubierta por el sombrero negro, el bigote negro sobre el labio superior y la mirada preocupada y escrutadora.
-Creo que es por aquí -dice el padre.
Ahora no ha hablado con Wenceslao sino consigo mis¬mo, con alguien guardado cuidadoso y continuo dentro de sí mismo, haciéndolo emerger súbito para consulta, confe¬sión y compañía en un momento de duda y peligro.
-Sí -dice-. Es por aquí. ¿Es por aquí? No. Sí, sí. No. Sí. Es por aquí.
Avanza un poco, con Wenceslao pegado a su espalda oscilante. Se para de nuevo. Vuelve apenas la cabeza como si, no habiendo podido descubrir nada escrito en la niebla, esperara escuchar ahora algún sonido proveniente de ella. Pero parece no escuchar nada y avanza un paso, estirando el brazo, como si hubiese quedado ciego de repente y trata¬ra de palpar el aire.
-Me parece que es por aquí -dice.
Las rodillas de Wenceslao tiemblan, y ya ni siquiera es¬cucha el hasta unos minutos antes obstinado y persistente susurro rítmico de los remos.
-Sí -dice el padre-. Debe ser por aquí.
Avanza más, y Wenceslao lo sigue. La plataforma ama¬rillenta continúa debajo de ellos imprecisa, irregular. El pa¬dre se para de un modo brusco, echando la cabeza hacia atrás y alzando la mano hacia la cara.
-Una rama -dice.
Se da vuelta. Están de frente uno al otro y casi se tocan. En la sien derecha el padre tiene una mancha roja que bri¬lla húmeda. Se toca la herida con los dedos.
-Algo me rozó -dice.
Se mira las yemas de los dedos, manchadas de rojo. Ex¬tiende el palo a Wenceslao, que lo agarra, mirándolo mudo y pálido, y sacando un pañuelo rotoso del bolsillo trasero del pantalón trata de secarse la sangre de la herida. El pañuelo se mancha de rojo y la herida se perla otra vez de gotitas rojas y brillantez. El padre se seca los dedos con el pañuelo y vuel¬ve a guardárselo en el bolsillo trasero del pantalón. Por un momento la mancha en la sien derecha refulge en medio de la opacidad pesada que produce en las cosas de ese universo limitado la filtración constante de la niebla, colándose por todo intersticio. Después su refulgencia se apaga, y la man¬cha rojiza se aviene a la opacidad vaga del resto.
-Es una rama -dice el padre-. Entonces no era por aquí.
Ahora que no se oye ni el chapoteo rítmico de los re¬mos, cuyo susurro había persistido hasta un momento an¬tes, como una cuña afilada penetrando en la masa espesa del silencio, Wenceslao siente que el temblor de las rodillas le sube hasta el estómago.
-Espérame aquí -dice de pronto, el padre-. Es me¬jor que vaya solo. Cuando empiece a abrirse la niebla te vas para la canoa.
Wenceslao está por decir algo pero no lo dice. El padre lo mira un momento y después lo palmea en el brazo. "Lin¬da manera de empezar", dice, riéndose. "Pórtese como un hombre", dice, dándose vuelta. Saca el palo de entre sus ma¬nos dóciles y se aleja. Wenceslao se mira el brazo en el que él lo ha palmeado y ve sobre la tela de la camisa dos man¬chas borrosas de sangre. La figura del padre pierde otra vez, de un modo gradual, los relieves, y la voz que viene desde los manchones oscuros que van borrándose repercute indi¬ferente y remota. "No te muevas. No tengas miedo", dice. "No", dice Wenceslao, pero sabe que no lo han oído.
Ahora hasta los manchones oscuros han desaparecido, y la plataforma de tierra amarillenta que ha venido acompañándolos se ha reducido, como si al alejarse el padre se hubiese llevado una parte. También Wenceslao se siente co¬mo una cuña afilada, penetrando la masa espesa de la nie¬bla, y la niebla se ha cerrado por detrás, dejándolo adentro. Está en un hueco tan reducido que hay lugar para él solo, parado, con las manos estiradas a lo largo del cuerpo. Las paredes de esa caverna son elásticas, y aunque simulan do¬cilidad, una vez adentro se ciñen otra vez al cuerpo y aho¬gan. Wenceslao se queda inmóvil, tratando de escuchar otra vez el chapoteo de los remos, pero lo ha perdido del todo; los contornos de la niebla, mordientes y en movimiento, gi¬ran puliendo y apagando los sonidos en su memoria; y el ya¬caré y la serpiente de la isla salen del letargo ancestral, po¬niéndose en movimiento en una costa barrosa y desierta; prestando atención, puede oírse algo que no es ni un soni¬do ni una voz sino más bien un rumor, el de la piel acerada por el tiempo deslizándose y dejando su huella imborrable en el barro virgen; y después la inmersión lenta, susurran¬te, de los cuerpos cuyos ojos giran en espiral rezumando eternidad, en el río de aguas intactas tostadas por un sol jo¬ven. Los cuerpos salen del agua relucientes: la serpiente lar¬ga de la isla repta tranquila, el vientre blanco deslizándose con facilidad sobre el barro primigenio, y el dorso trabaja¬do con infinita minucia en arabescos rojos y verdes, rojos y verdes, intrincados, lentos, estrechos, entrecruzados, como una escritura en la que estuviese expresada la finalidad del tiempo y la materia de que está hecho. El yacaré muestra su dorso lleno de anfractuosidades verdosas -un verde pétreo, insoportable, planetario- en el que la escritura se ha bo¬rrado, o en el que una nueva escritura sin significado, o con un significado que es imposible entender, se ha superpues¬to al plácido mensaje original, impidiendo su lectura. Se deslizan lentos sobre la costa, los ojos amodorrados por el letargo, y penetran en la zona de niebla, tan húmeda y adherente que el dorso del yacaré parece ahora cubierto por una pátina de moho, de musgo putrefacto, y los arabescos de la serpiente pierden su color, se deslavan y parecen un pa¬ciente tejido mineral de carbón y plata. La niebla envuelve la fronda de los árboles, una fronda de plata, mechada de flores blancas y negras, los árboles que nadie ha plantado nunca y cuyos troncos negros, resquebrajados, llenos de marcas rugosas, de cortes y de hendiduras, están mojados y rezuman goterones de un agua ciega, sin reflejos, surgiendo tétricos y fantasmales en medio de ese vapor envolvente que se ha comido su color.
Wenceslao permanece inmóvil, tratando de escuchar. Dentro de la niebla parece una larva en el interior de un ca¬pullo apretado, ocupando un hueco que apenas contiene el tamaño de su cuerpo. Ahora que no queda ni rastro de los manchones oscuros y sin contornos, y que no repercute tampoco la voz llena de ecos opacos que los acompañaba puede percibirse cómo el silencio se mezcla con la niebla, filtrándose entre las miríadas de partículas blancas que vis¬tas desde un metro de distancia pierden toda cohesión, y formando un solo cuerpo con ella. Wenceslao mira la pla¬taforma estrecha de tierra amarillenta y arrastra los pies so¬bre ella para oír el chasquido de las alpargatas arañar el si¬lencio liso. Durante dos o tres minutos el silencio es tan completo que al oír los primeros tintineos Wenceslao supo¬ne que se trata de una ilusión sonora propia del silencio, co¬mo si sólo se hiciese posible percibirlo mediante algún con¬traste de sonido, hasta tal punto que primero duda si los ha oído o no y después está seguro de haberse equivocado. Es cuando el tintineo suena por segunda vez, largo y apagado, cuando Wenceslao se sobresalta y su corazón empieza a la¬tir más ligero, cuando empieza a saber que esos manchones oscuros a los que llamaba su padre han desaparecido, bo¬rrándose junto con su voz opaca sin dejar rastro, y que está solo, como un gusano de seda dentro del capullo, en el in¬terior de la niebla, mientras la serpiente de la isla y el yaca¬ré gris se arrastran hacia él, sobre la arena cenicienta. Wen¬ceslao trata de escuchar, inclinando apenas la cabeza en la dirección desde la que parece provenir el tintineo. Pero el tintineo no parece provenir de ninguna dirección, o bien ese fluido lechoso ha abolido toda dirección, o es Wenceslao el que ha perdido todo su sentido, o se trata de varias campanitas tintineando alternadas en distintas direcciones. Wen¬ceslao vuelve varias veces la cabeza hacia distintos lados y desde todos ellos la masa húmeda y blanca le devuelve ese sonido intermitente, metálico, de la campanita. Retrocede hacia lo que él cree que es la dirección en que han dejado la canoa, sin contar los pasos que da, y recién se detiene cuan¬do toca con la espalda el tronco de un árbol. Salta hacia ade¬lante y se da vuelta, con los ojos abiertos, las manos separa¬das del cuerpo, y ve el monte de árboles negros, chorreando agua, las frondas pálidas y cada vez más evanescentes con sus flores blancas y negras a medida que se alejan de donde él está parado, envueltos en ese vapor húmedo que gira len¬to y constante. Cuando escucha los golpes secos y otra vez el tintineo todavía está callado. Recién cuando ve la mancha oscura, larga e imprecisa moverse en dirección a él, cierra los ojos y comienza a chillar. Chilla y chilla y su cuerpo se pone tenso y él, con los ojos cerrados, no trata ni siquiera de correr. No hace más que chillar, sin llorar siquiera, y ni cuan¬do de pronto los brazos de su padre, acuclillado junto a él en medio de la niebla, jadeando todavía, lo rodean diciéndole: "Es el cencerro de una yegua", y su padre comienza a murmurar "Querido. No es nada. Es un cencerro. Querido. Querido", ni cuando abre los ojos y ve en efecto a la pesada yegua madrina emerger de la niebla desde esos árboles ne¬gros, deja de gritar. Se calla recién cuando su padre lo alza con dificultad entre la bolsa y el palo y la escopeta enfunda¬da y comienza a buscar entre la niebla, equivocándose mu¬chas veces, el camino hacia la costa. Después el padre lo po¬ne en el suelo y Wenceslao comienza a caminar detrás de él, en silencio, con los ojos todavía demasiado abiertos por el terror contemplando la espalda oscilante de su padre mien¬tras éste escruta el torbellino de partículas húmedas y blancas buscando, tratando de encontrar, sin lograrlo durante un rato, acompañados por el chasquido de las alpargatas so¬bre la tierra amarillenta y el tintineo cada vez más espacia¬do y lejano de la yegua madrina, el sitio donde el agua cha¬potea monótona contra el costado de la canoa colorada.
Wenceslao se para, sintiendo un ligero temblor en las piernas. El padre pisa la proa y salta a tierra. Wenceslao ha¬ce lo mismo. Ahora caminan con gran lentitud, y cuando Wenceslao mira para atrás la canoa ha desaparecido. En su lugar queda otra vez la niebla cerrada, la miríada de partículas blancas húmedas que ha devorado la masa roja de lo que ellos llamaban "la canoa". Un pequeño fragmento de tie¬rra los acompaña, un manchón amarillento -ese amarillo sucio y oscuro del humo sucio de las hojas podridas quemándose al atardecer- sobre el que ellos parecen tratar de avanzar sin resultado, como una plataforma que estuviese desplazándose horizontal bajo sus pies, bastante rápido como para estar siempre debajo e impedirles caer en el vacío. La espalda ancha del padre, cruzada por las cintas de lona, oscila flanqueada por la escopeta y la bolsa. El palo se balancea sostenido por su mano derecha. Hay tanto silencio -un silencio que devora rápido, como la niebla ha devorado la canoa colorada, el chasquido de sus alpargatas sobre la tie¬rra- que en los oídos de Wenceslao resuenan todavía los chapoteos de los remos, únicos sonidos nítidos y persisten¬tes, la caída regular en un río invisible de un par de remos rojos comidos hasta la mitad por la niebla. El padre se para y mira a su alrededor como si estuviera tratando de orien¬tarse. Wenceslao también se para, mirando la cara de su pa¬dre, el bigote negro copioso, agolpado sobre el labio supe¬rior y cayendo achinado sobre las comisuras, la frente limitada por el sombrero negro. El padre observa la masa compacta de niebla que de vez en cuando despide destellos plateados, opacos, como tratando de conjurarla con la mi¬rada y hacerla retroceder. No le responden más que la quie¬tud y el silencio. Ahora no parece ni que se hubiesen levan¬tado, hubiesen tomado el desayuno magro, dejando a la madre y a los chicos durmiendo en el rancho, y hubiesen atravesado lentos el río en la oscuridad, un río todavía visi¬ble aunque negro, y hubiesen penetrado en la niebla; y la más inescrutable oscuridad era toda la vida mejor que eso. Ahora no parece sino que la niebla hubiese devorado tam¬bién el tiempo y su depósito, la memoria. El padre trata de horadar con la mirada la pared compacta de partículas blan¬cas, como si esperara leer en la niebla un significado escrito en ella, el significado de la niebla misma, o el que la niebla oculta y ellos han venido a buscar, el significado de la razón que han tenido para venir a buscarlo.
-Un momento -dice el padre-. Un momentito.
Avanza unos pasos y la figura pierde primero todos sus relieves, antes de perder su nitidez. Otra vez son unos man¬chones oscuros, vagos y destellantes, que ondulan, se agran¬dan y se achican, como organismos vivos, envueltos en ca¬pas cada vez más densas de partículas húmedas que se arremolinan a su alrededor.
-Vení, Layo -dice el padre.
Wenceslao avanza y recupera otra vez el cuerpo nítido, la cabeza cubierta por el sombrero negro, el bigote negro sobre el labio superior y la mirada preocupada y escrutadora.
-Creo que es por aquí -dice el padre.
Ahora no ha hablado con Wenceslao sino consigo mis¬mo, con alguien guardado cuidadoso y continuo dentro de sí mismo, haciéndolo emerger súbito para consulta, confe¬sión y compañía en un momento de duda y peligro.
-Sí -dice-. Es por aquí. ¿Es por aquí? No. Sí, sí. No. Sí. Es por aquí.
Avanza un poco, con Wenceslao pegado a su espalda oscilante. Se para de nuevo. Vuelve apenas la cabeza como si, no habiendo podido descubrir nada escrito en la niebla, esperara escuchar ahora algún sonido proveniente de ella. Pero parece no escuchar nada y avanza un paso, estirando el brazo, como si hubiese quedado ciego de repente y trata¬ra de palpar el aire.
-Me parece que es por aquí -dice.
Las rodillas de Wenceslao tiemblan, y ya ni siquiera es¬cucha el hasta unos minutos antes obstinado y persistente susurro rítmico de los remos.
-Sí -dice el padre-. Debe ser por aquí.
Avanza más, y Wenceslao lo sigue. La plataforma ama¬rillenta continúa debajo de ellos imprecisa, irregular. El pa¬dre se para de un modo brusco, echando la cabeza hacia atrás y alzando la mano hacia la cara.
-Una rama -dice.
Se da vuelta. Están de frente uno al otro y casi se tocan. En la sien derecha el padre tiene una mancha roja que bri¬lla húmeda. Se toca la herida con los dedos.
-Algo me rozó -dice.
Se mira las yemas de los dedos, manchadas de rojo. Ex¬tiende el palo a Wenceslao, que lo agarra, mirándolo mudo y pálido, y sacando un pañuelo rotoso del bolsillo trasero del pantalón trata de secarse la sangre de la herida. El pañuelo se mancha de rojo y la herida se perla otra vez de gotitas rojas y brillantez. El padre se seca los dedos con el pañuelo y vuel¬ve a guardárselo en el bolsillo trasero del pantalón. Por un momento la mancha en la sien derecha refulge en medio de la opacidad pesada que produce en las cosas de ese universo limitado la filtración constante de la niebla, colándose por todo intersticio. Después su refulgencia se apaga, y la man¬cha rojiza se aviene a la opacidad vaga del resto.
-Es una rama -dice el padre-. Entonces no era por aquí.
Ahora que no se oye ni el chapoteo rítmico de los re¬mos, cuyo susurro había persistido hasta un momento an¬tes, como una cuña afilada penetrando en la masa espesa del silencio, Wenceslao siente que el temblor de las rodillas le sube hasta el estómago.
-Espérame aquí -dice de pronto, el padre-. Es me¬jor que vaya solo. Cuando empiece a abrirse la niebla te vas para la canoa.
Wenceslao está por decir algo pero no lo dice. El padre lo mira un momento y después lo palmea en el brazo. "Lin¬da manera de empezar", dice, riéndose. "Pórtese como un hombre", dice, dándose vuelta. Saca el palo de entre sus ma¬nos dóciles y se aleja. Wenceslao se mira el brazo en el que él lo ha palmeado y ve sobre la tela de la camisa dos man¬chas borrosas de sangre. La figura del padre pierde otra vez, de un modo gradual, los relieves, y la voz que viene desde los manchones oscuros que van borrándose repercute indi¬ferente y remota. "No te muevas. No tengas miedo", dice. "No", dice Wenceslao, pero sabe que no lo han oído.
Ahora hasta los manchones oscuros han desaparecido, y la plataforma de tierra amarillenta que ha venido acompañándolos se ha reducido, como si al alejarse el padre se hubiese llevado una parte. También Wenceslao se siente co¬mo una cuña afilada, penetrando la masa espesa de la nie¬bla, y la niebla se ha cerrado por detrás, dejándolo adentro. Está en un hueco tan reducido que hay lugar para él solo, parado, con las manos estiradas a lo largo del cuerpo. Las paredes de esa caverna son elásticas, y aunque simulan do¬cilidad, una vez adentro se ciñen otra vez al cuerpo y aho¬gan. Wenceslao se queda inmóvil, tratando de escuchar otra vez el chapoteo de los remos, pero lo ha perdido del todo; los contornos de la niebla, mordientes y en movimiento, gi¬ran puliendo y apagando los sonidos en su memoria; y el ya¬caré y la serpiente de la isla salen del letargo ancestral, po¬niéndose en movimiento en una costa barrosa y desierta; prestando atención, puede oírse algo que no es ni un soni¬do ni una voz sino más bien un rumor, el de la piel acerada por el tiempo deslizándose y dejando su huella imborrable en el barro virgen; y después la inmersión lenta, susurran¬te, de los cuerpos cuyos ojos giran en espiral rezumando eternidad, en el río de aguas intactas tostadas por un sol jo¬ven. Los cuerpos salen del agua relucientes: la serpiente lar¬ga de la isla repta tranquila, el vientre blanco deslizándose con facilidad sobre el barro primigenio, y el dorso trabaja¬do con infinita minucia en arabescos rojos y verdes, rojos y verdes, intrincados, lentos, estrechos, entrecruzados, como una escritura en la que estuviese expresada la finalidad del tiempo y la materia de que está hecho. El yacaré muestra su dorso lleno de anfractuosidades verdosas -un verde pétreo, insoportable, planetario- en el que la escritura se ha bo¬rrado, o en el que una nueva escritura sin significado, o con un significado que es imposible entender, se ha superpues¬to al plácido mensaje original, impidiendo su lectura. Se deslizan lentos sobre la costa, los ojos amodorrados por el letargo, y penetran en la zona de niebla, tan húmeda y adherente que el dorso del yacaré parece ahora cubierto por una pátina de moho, de musgo putrefacto, y los arabescos de la serpiente pierden su color, se deslavan y parecen un pa¬ciente tejido mineral de carbón y plata. La niebla envuelve la fronda de los árboles, una fronda de plata, mechada de flores blancas y negras, los árboles que nadie ha plantado nunca y cuyos troncos negros, resquebrajados, llenos de marcas rugosas, de cortes y de hendiduras, están mojados y rezuman goterones de un agua ciega, sin reflejos, surgiendo tétricos y fantasmales en medio de ese vapor envolvente que se ha comido su color.
Wenceslao permanece inmóvil, tratando de escuchar. Dentro de la niebla parece una larva en el interior de un ca¬pullo apretado, ocupando un hueco que apenas contiene el tamaño de su cuerpo. Ahora que no queda ni rastro de los manchones oscuros y sin contornos, y que no repercute tampoco la voz llena de ecos opacos que los acompañaba puede percibirse cómo el silencio se mezcla con la niebla, filtrándose entre las miríadas de partículas blancas que vis¬tas desde un metro de distancia pierden toda cohesión, y formando un solo cuerpo con ella. Wenceslao mira la pla¬taforma estrecha de tierra amarillenta y arrastra los pies so¬bre ella para oír el chasquido de las alpargatas arañar el si¬lencio liso. Durante dos o tres minutos el silencio es tan completo que al oír los primeros tintineos Wenceslao supo¬ne que se trata de una ilusión sonora propia del silencio, co¬mo si sólo se hiciese posible percibirlo mediante algún con¬traste de sonido, hasta tal punto que primero duda si los ha oído o no y después está seguro de haberse equivocado. Es cuando el tintineo suena por segunda vez, largo y apagado, cuando Wenceslao se sobresalta y su corazón empieza a la¬tir más ligero, cuando empieza a saber que esos manchones oscuros a los que llamaba su padre han desaparecido, bo¬rrándose junto con su voz opaca sin dejar rastro, y que está solo, como un gusano de seda dentro del capullo, en el in¬terior de la niebla, mientras la serpiente de la isla y el yaca¬ré gris se arrastran hacia él, sobre la arena cenicienta. Wen¬ceslao trata de escuchar, inclinando apenas la cabeza en la dirección desde la que parece provenir el tintineo. Pero el tintineo no parece provenir de ninguna dirección, o bien ese fluido lechoso ha abolido toda dirección, o es Wenceslao el que ha perdido todo su sentido, o se trata de varias campanitas tintineando alternadas en distintas direcciones. Wen¬ceslao vuelve varias veces la cabeza hacia distintos lados y desde todos ellos la masa húmeda y blanca le devuelve ese sonido intermitente, metálico, de la campanita. Retrocede hacia lo que él cree que es la dirección en que han dejado la canoa, sin contar los pasos que da, y recién se detiene cuan¬do toca con la espalda el tronco de un árbol. Salta hacia ade¬lante y se da vuelta, con los ojos abiertos, las manos separa¬das del cuerpo, y ve el monte de árboles negros, chorreando agua, las frondas pálidas y cada vez más evanescentes con sus flores blancas y negras a medida que se alejan de donde él está parado, envueltos en ese vapor húmedo que gira len¬to y constante. Cuando escucha los golpes secos y otra vez el tintineo todavía está callado. Recién cuando ve la mancha oscura, larga e imprecisa moverse en dirección a él, cierra los ojos y comienza a chillar. Chilla y chilla y su cuerpo se pone tenso y él, con los ojos cerrados, no trata ni siquiera de correr. No hace más que chillar, sin llorar siquiera, y ni cuan¬do de pronto los brazos de su padre, acuclillado junto a él en medio de la niebla, jadeando todavía, lo rodean diciéndole: "Es el cencerro de una yegua", y su padre comienza a murmurar "Querido. No es nada. Es un cencerro. Querido. Querido", ni cuando abre los ojos y ve en efecto a la pesada yegua madrina emerger de la niebla desde esos árboles ne¬gros, deja de gritar. Se calla recién cuando su padre lo alza con dificultad entre la bolsa y el palo y la escopeta enfunda¬da y comienza a buscar entre la niebla, equivocándose mu¬chas veces, el camino hacia la costa. Después el padre lo po¬ne en el suelo y Wenceslao comienza a caminar detrás de él, en silencio, con los ojos todavía demasiado abiertos por el terror contemplando la espalda oscilante de su padre mien¬tras éste escruta el torbellino de partículas húmedas y blancas buscando, tratando de encontrar, sin lograrlo durante un rato, acompañados por el chasquido de las alpargatas so¬bre la tierra amarillenta y el tintineo cada vez más espacia¬do y lejano de la yegua madrina, el sitio donde el agua cha¬potea monótona contra el costado de la canoa colorada.
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