Augusto Paraná, sagrado río,
primogénito ilustre del Océano,
que en el carro de nácar refulgente,
tirado de caimanes, recamados
de verde y oro, vas de clima en clima,
de región en región, vertiendo franco
suave verdor y pródiga abundancia,
tan grato al portugués como al hispano:
si el aspecto sañudo de Mavorte,
si de Albión los insultos temerarios
asombrando tu cándido carácter,
retroceder te hicieron asustado
a la gruta distante, que decoran
perlas nevadas, ígneos topacios,
y en que tienes volcada la urna de oro
de ondas de plata siempre rebosando;
si las sencillas ninfas argentinas
contigo temerosas profugaron,
y el peine de carey allí escondieron,
con que pulsan y sacan sones blandos
en liras de cristal, de cuerdas de oro,
que os envidian las deas del Parnaso;
desciende ya, dejando la corona
de juncos retorcidos, y dejando
la banda de silvestre camalote,
pues que ya el ardimiento provocado
del heroico español, cambiando el oro
por el bronce marcial, te allana el paso,
y para el arduo, intrépido combate
Carlos presta el valor, Jove los rayos.
Cerquen tu augusta frente alegres lirios
y coronen la popa de tu carro;
las ninfas te acompañen adornadas
de guirnaldas, de aromas y amaranto;
y altos himnos entonen, con que avisen
tu tránsito a los dioses tributarios.
El Paraguay y el Uruguay lo sepan,
y se apresuren próvidos y urbanos
a salirte al camino, y a porfía,
te paren en distancia los caballos
que del mar patagónico trajeron,
los que ya zambullendo, ya nadando,
ostentan su vigor, que, mientras llegan,
lindos céfiros tengan enfrenado.
Baja con majestad, reconociendo
de tus playas los bosques y los antros.
Extiéndete anchuroso, y tus vertientes,
dando socorros a sedientos campos,
dan idea cabal de tu grandeza.
No quede seno que a tu excelsa mano
deudor no se confiese. Tú las sales
derrites, y tú elevas los extractos
de fecundos aceites; tú introduces
el humor nutritivo, y suavizando
el árido terrón, haces que admita
de calor y humedad fermentos caros.
Ceres de confesar no se desdeña
que a tu grandeza debe sus ornatos.
No el ronco caracol, la cornucopia,
sirviendo de clarín, venga anunciando
tu llegada feliz. Acá tus hijos,
hijos en que te gozas, y que a cargo
pusiste de unos genios tutelares
que por divisa la bondad tomaron,
céfiros halagüeños por honrarte
bullen y te preparan sin descanso
perfumados altares en que brilla
la industria popular, triunfales arcos
en que las artes liberales lucen,
y enjambre vistosísimo de naos
de incorruptible leño, que es don tuyo,
con banderolas de colores varios
aguardándote está. Tú con la pala
de plata, las arenas dispersando,
su curso facilita. La gran corte
en grande escala espera. Ya los sabios,
de tu dichoso arribo se prometen
muchos conocimientos más exactos
de la admirable historia de tus reinos,
y los laureados jóvenes, con cantos
dulcísimos de pura poesía,
que tus melifluas ninfas enseñaron,
aspiran a grabar tu excelso nombre
para siempre del Pindo en los peñascos,
donde de hoy más se canten tus virtudes
y no las iras del furioso Janto.
Ven, sacro río, para dar impulso
al inspirado ardor: bajo tu amparo
corran, como tus aguas, nuestros versos.
No quedarás sin premio (¡premio santo!).
Llevarás guarnecidos de diamantes
y de rojos rubíes, dos retratos,
dos rostros divinales que conmueven:
uno de Luisa es, otro, de Carlos.
Ves ahí, que tan magnífico ornamento
transformará en un templo tu palacio;
ves ahí para las ninfas argentinas,
y dulce cantar, asuntos gratos.
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