27 de julio de 2016

Delta: Iglesia flotante Cristo Rey (1936)


 


En 1935, el padre Luis Isola planteó el problema. La lancha “El Salvador” que le había donado el ingeniero Rómulo Ayerza en 1924 ya no bastaba para una buena misión evangélica en las islas del Delta. Por ese motivo, visitó al director del diario isleño Delta, Sandor Mikler, y le pidió que lo ayudara en la campaña para tener una iglesia flotante. La publicación del reclamo dio sus frutos: el ministerio de Obras Públicas de la Nación resolvió encarar el proyecto y Luis Dodero donó el casco y el campanario importados de Inglaterra. En los astilleros de la Isla Demarchi adaptaron el casco y construyeron la Iglesia flotante Cristo Rey.

Fue bendecida y botada el 22 de agosto de 1936. El presidente de la Nación, Agustín P. Justo, asistió al acto en la isla Demarchi y la Primera Dama, Ana Bernal, fue la madrina de la ceremonia. Pensaba hacerse una procesión al Tigre, pero el mal tiempo obligó a suspenderla.
La iglesia flotante, de 33 metros de eslora, tenía capacidad para 150 feligreses. Contaba con camarotes para la tripulación y los sacerdotes, además de cocina, comedor y sacristía. Detrás del altar había un cuadro en el que se veía a Cristo bendiciendo el barco iglesia. Al no contar con velas y motores, debía ser remolcado por la lancha “El Salvador”. Muchos isleños se bautizaron y se casaron en la iglesia flotante.

En 1952 se consideró colocarle motores, pero el proyecto no prosperó y fue desguazada. El casco se convirtió en barco arenero. El campanario se encuentra en una isla, en la desembocadura del río Carapachay en el Paraná de las Palmas.

[fuente: http://blogs.lanacion.com.ar/historia-argentina/arquitectura-2/iglesia-flotante-1936/]

20 de julio de 2016

El Delta, con biblioteca propia

Con espíritu arqueológico, los poetas Marisa Negri y Javier Cófreces lanzaron la Biblioteca Isleña, la primera colección dedicada íntegramente a la literatura inspirada en el paisaje del Delta. Un proyecto que nace a dos horas de navegación del continente y se propone recuperar obras clave para entender el pulso de las islas.

“De allí que esta lucha en las islas les conformó una voluntad de hierro, un sentido de independencia y una individualidad tan extraordinaria que yo diría que el Delta Argentino es uno de los pocos lugares del mundo en donde aún existe un puñado de hombres libres”, escribió Roberto Arlt en sus “Aguafuertes Deltianas”, editadas poco antes de su muerte, en 1942. El texto permaneció al margen de su obra más reconocida, pero reviste tanta actualidad que sirvió como disparador para la colección Biblioteca Isleña. “En las escuelas de isla, salvo excepciones, nunca se ha profundizado en nuestros textos fundacionales. Cuando leí por primera vez ese párrafo, supe que necesitábamos que ese libro llegara a los chicos y, por suerte, Ediciones en Danza asumió este desafío”, expresa Marisa Negri, poeta, docente y coordinadora de la colección.
El poeta Javier Cófreces es el director de Ediciones en Danza y explica por qué se puso al hombro la tarea de recuperar la histórica relación entre las palabras y las islas. “Responde a la necesidad de consolidar, agrupar, profundizar y difundir la literatura referida a una zona habitada y querida por nosotros, que por diversos motivos no fue preservada”, cuenta el poeta, asiduo visitante de la isla en su casa del Arroyo Caaguatá, en Tigre.
 
Con ilustraciones de Gabriel Martino, la colección inaugura con “El Delta y su antigua fauna”, de Félix de Azara; “Aguafuertes Deltianas”, de Arlt, y “Apuntes isleños”, de Santiago Albarracín, todos títulos de difícil acceso. La selección es aleatoria y los editores prometen autores como Domingo Faustino Sarmiento y Marcos Sastre y un espacio para la poesía y la dramaturgia, tanto de autores consagrados como nuevos. “En las últimas décadas dejaron de editarse las obras publicadas en el pasado y se desactivó la chance de editar materiales que convoquen a las nuevas voces”, revisa Javier, destacando la importancia de la colección.
La lista sobre los artistas atrapados por el Delta se vuelve infinita y surgen los nombres de Haroldo Conti, Oliverio Girondo y Leopoldo Lugones, entre tantos otros, cautivados por un secreto que Javier intenta develar. “Cada persona incorpora los elementos particulares que le transfiere ese paisaje riquísimo y que resignifican la existencia humana. La percepción individual y colectiva de ese entorno es propiciante de disparadores”, expresa el poeta, quien plasmó sus propias experiencias en el libro “Tigre”, escrito junto a Alberto Muñoz.
Para Marisa, el Delta es un paisaje omnipresente en su vida. Fue aprendizaje en la niñez, nostalgia en la adolescencia y su residencia desde hace cuatro años, donde está a cargo de la Biblioteca Popular Santa Genoveva, en la segunda sección del Delta de San Fernando. “Vivir en la isla conecta con los ciclos de la naturaleza. Me levanto cuando amanece, me acuesto cuando se va el sol. Eso es maravilloso”, cuenta la docente, que no deja de lado las dificultades propias de la zona, donde el 70 por ciento de las familias no tiene conexión a Internet. “Necesitamos del mundo, y allí es donde comienzan los problemas; desde enero estamos sin señal de celular y las empresas no dan ninguna respuesta”,
denuncia Marisa, quien sueña con que la biblioteca pueda aportar una solución. “Aspiramos a tener algún día una sala de lectura en la que los vecinos puedan venir también a comunicarse y resolver algunos trámites sin necesidad de viajar a la ciudad. Pero para eso necesitamos ayuda”.
Una editorial en crecimiento
En breve, los títulos de la Biblioteca Isleña estarán disponibles en las librerías de San Fernando y Tigre, así como en las sucursales de Yenny-El Ateneo y las principales librerías de Capital y Gran Buenos Aires. Para más información sobre el catálogo y cómo conseguir los ejemplares, comunicarse a través de la página web de la editorial: www.edicionesendanza.com.ar.
 
[fuente: http://pajarodemimbre.blogspot.com.ar/2016/03/el-delta-con-biblioteca-propia-por.html]

15 de julio de 2016

12 de julio de 2016

11 de julio de 2016

J. B. Duizeide - El navegante solitario (entrevista)






A partir de las novelas En la orilla y Kanaka, el marplatense Juan Bautista Duizeide asomaba en la literatura argentina con el poco frecuente perfil de escritor navegante de mar y río. Algo que en realidad no abandonó, aunque siempre conservando un bajo perfil, incluso hasta ahora, cuando da a conocer las Crónicas con fondo de agua. Vidas secretas del Río de la Plata (Ed. Continente). Historias de Berisso, Ensenada, Río Santiago, destilerías y astilleros arrasados durante los años noventa. Duizeide habla sobre su relación con la literatura de los mares del mundo, su paso por el Liceo Naval y su experiencia como piloto de barcos cargueros, pesqueros y petroleros para volver a tierra y escribir sobre los paraísos marítimos.

 “Me fascinaban las historias de barcos desde que aprendí a escuchar y luego a leer, me fascinaban los barcos desde que aprendí a caminar y a escaparme de mi casa hacia la costa del mar.” Juan Bautista Duizeide escribe eso en uno de los textos que componen Crónicas con fondo de agua. Vidas secretas del Río de la Plata, que acaba de publicar y viene a proseguir y a la vez a variar su pasión por “la literatura de a bordo”. Como en sus libros anteriores, en la tapa de este hay un navío, y eso bien podría ser su divisa; pero a diferencia de sus libros anteriores, que eran de ficción, en este la rema con la crónica –ya lo preanuncia el título– y también el ensayo.

Tarde de verano; este marplatense nacido en 1964, criado en Necochea y radicado en La Plata sale del 
Museo de la Memoria –allí trabaja como editor de la revista Puentes, de la Comisión por la Memoria bonaerense– y propone, para la entrevista, un bar. Acá nomás, a unas cuantas cuadras, está el gran escenario de las crónicas de su libro: Isla Paulino, río Santiago, Liceo Almirante Brown, astilleros, frigoríficos abandonados, la selva más austral del mundo. “Y sin embargo es un territorio prácticamente desconocido, incluso para la enorme mayoría de los platenses”, dice Duizeide, que volvió a frecuentarlo cuando, en los ‘90, a partir del desmantelamiento de la Marina Mercante (Menem lo hizo), se quedó sin poder ejercer su oficio de piloto de buques de ultramar. Un sitio a mano para navegar, casi inexplorado, con un adicional: durante la dictadura pasó cinco años de la secundaria allí, en el Liceo, de donde egresó en 1982. El Liceo mismo es el disparador de la investigación para un libro en el que está trabajando junto a un compañero de aquella época, asunto del que hablará unas líneas más adelante.

En 2004 fueron premiadas sus dos primeras novelas, En la orilla (Nacional de narrativa breve Leopoldo Marechal) y Kanaka (Julio Cortázar, ciudad de Buenos Aires). Cuatro años después apareció su antología Cuentos de navegantes, para la que llegó a reunir 400 relatos (el libro traía menos, claro) y tradujo piezas de Stevenson y Guy de Maupassant, entre otros; el volumen incluye, además de los autores clásicos de la narrativa naviera, textos de Arlt, Borges, Quiroga. En 2010 publicó su propio libro de cuentos, Contra la corriente, donde conviven la melancolía y la dureza y se configuran atmósferas e historias a partir de una escritura poética que bien podría sintetizar la portada: la proa de un barco oxidado, desmantelado, que emerge de la niebla. Esa escritura está en estas crónicas, también, en estos textos antecedidos por versos de Arnaldo Calveyra, Viel Temperley, Miguel Angel Bustos, entre tantos.

En sus crónicas, Duizeide retrata un territorio pero también, o sobre todo, unas personas, sus historias, sus quehaceres, sus desvelos y sueños, sus desesperaciones, sus quimeras. Ahí está, por ejemplo, Angel Cadelli o Lechuza, una vida de resistencia para sostener a fuerza de trabajo y militancia el Astillero Río Santiago. O la extraordinaria, inclaudicable aventura del capitán Fernando Zuccaro para rastrear, poner a flote y restaurar una goleta que ahora se llama Gringo. O Haroldo Conti y su Tristezas del vino de la costa, la última crónica que el escritor publicó en Crisis antes de ser secuestrado, en 1976, en la que narra su excursión a la Isla Paulino, como puerta de entrada a su universo. O, también, otra puerta, el Liceo como punto de partida para contar a Charlie Feiling, que hizo allí su secundario, unos años antes de Duizeide. La segunda parte del libro está dedicada a ensayos sobre escritores que contaron del mar, de navegar: Melville, Stevenson, Mutis, Hemingway. Este modo de consignar, de tirar fibras muy principales, no le hace justicia, porque la escritura de Duizeide abarca más, puede detenerse en un biguá y en el detalle de una arboladura, dar cuenta de la oralidad y sus bordes ásperos, llevar atrás y más atrás las geografías en el tiempo.

Escribe: “Conti era capaz de infinitos matices relacionados con el agua, los vientos, los cielos y el paso de las estaciones, con los colores, los rumores, los aromas del río y de las islas. Pero no se limitó a ser un paisajista. Su estuario no es naturaleza, sino territorio. Con sus hombres desasidos y a la orilla de todo, con sus barcos, con sus naufragios. Su río es de historias; es poesía; es metáfora. Cifra la conjunción del desarraigo existencial con los avatares políticos”. Cuando se le cita, a Duizeide, este tramo, dice: “Eso es lo que me gustaría hacer”.
Pero eso es lo que Duizeide hace.

UN LUGAR CASI DESCONOCIDO
Hay en la gauchesca y la pampa una tradición literaria más que arada, sembrada y abonada: no hay equivalente a eso para la cultura marinera. También, señala Duizeide, es escasa en el país si se la enfoca desde lo popular y lo laboral. En las ciudades con puertos, apunta, se incrementa un poco la cosa. “No hay una tradición, y eso está bueno –se posiciona–. Nosotros no somos como Inglaterra, que tiene una tradición bien náutica –-la más importante de Occidente–, popular y cultural en el sentido de bellas artes. Y ni siquiera nos parecemos en ese sentido a países como Brasil y Venezuela, o a la zona del Caribe. Y no es porque no tengamos costa, claro. Ahora bien, no es que falten expresiones de este tipo de relatos: lo que falta es esa continuidad, esa cohesión que conforma un género, ya sea por falta de lectura entre las obras de distintos autores, o de mirada crítica que venga desde afuera. Sin embargo hay cantidad de buenas obras y autores: Sylvia Iparraguirre y La tierra del fuego, Belgrano Rawson y El náufrago de las estrellas, Bernardo Kordon en varios relatos. Todos los autores argentinos tienen al menos algún relato. Pero ese bache, no tener que asumir un faro ya construido, te permite inventar tu propia tradición con los antecesores que se te ocurran. Y así ponés a Conti junto a Melville, a Kordon con Stephen Crane, cosa que en otra cultura sería más herético. De hecho creo que escribo sobre cosas que no le importan prácticamente a nadie, por lo menos en el plano del asunto; yo creo que, en el fondo, se escribe siempre sobre lo mismo, sea en la llanura de tierra o en la llanura de agua.”
Sostiene Duizeide que los temas de la aventura y los de la novela marinera no han variado mucho a través del tiempo: la soledad, la pérdida, la distancia del hogar, la fugacidad de la vida.

Una de las cosas que pensé al leer el libro fue que era como una contestación a esta época tan virtual, digital.
-Ahí hubo un rumbo, sí. Digo, como todo habitante de esta época, que trabaja de acuerdo con una serie de protocolos de hoy, me muevo en el mundo virtual, no voy a hacer una apología en contra de eso. Pero sí tengo una cierta desconfianza de las aceptaciones acríticas de todas las virtudes de lo virtual. A fin de cuentas pasa que uno vive, nace y muere en el mundo áspero y real, no en el virtual. Una primera dimensión que me interesaba rescatar era el territorio, meterme en uno con el cual, de cierto modo, me sentía en deuda, porque después de cinco años en el Liceo lo dejé, quedó en un plano lejano. Pero de a poco, cuando dejé de navegar como marino mercante, lo empecé a retomar para prácticas deportivas, paseos. Y como la curiosidad ficcional o periodística está siempre, entrás a buscar y a encontrar historias. Y cuando no las buscás pareciera que te buscan a vos. No cuentos, es raro pero de esta región no me salen; sí, en cambio, pude acercarme con crónicas. Acá me interesó, sobre todo, ver qué necesitaban o querían contar esas personas, sin importarme tanto que fuera verdad o no lo que contaban (después hice un chequeo y encontré de todo un poco, exageraciones, certezas). Me pareció una verdad muy fuerte que esa persona, ante mí y ante otros, constituyera su vida a través de ese relato. Esto lo hace la gente común, todo el tiempo. Y también los escritores de ficciones. La narración es una necesidad de todos, sepamos o no, ejerzamos eso de una manera más o menos consciente. Por eso me interesó, de algún modo, poner a Melville con estos otros contadores de historias.
Para que esta zona de Berisso fuera como Tigre faltaría, dice Duizeide, un Sarmiento que la inventara. Eso fue antes de que existiera Mar del Plata, de que hubiera transportes rápidos a aquellas costas. “Si Tigre fue un lugar de recreo de las clases pudientes esto, por el contrario, funcionó para proletarios, inmigrantes –contextualiza–. No tiene, de hecho, grandes emprendimientos turísticos, o de recreo; hay, más bien, enormes establecimientos fabriles y cosas que permanecen bastante salvajes. La mayoría de los platenses, e incluso de los ensenadenses y berissenses, desconocen la historia de este sitio: en río Santiago hubo un combate naval, durante la guerra con Brasil, y las naves de Brown fondearon acá durante la guerra de la Independencia. Berisso se funda a partir de un saladero: inmigrantes, anarquistas, socialistas, incluso un afluente del peronismo arranca acá. Durante la Revolución Libertadora hubo un combate aeronaval. Mucha resistencia peronista, militancia en los ‘70 y, también, un sitio muy castigado por la represión.” Cuenta Duizeide que una vez subió a lo alto de una grúa de los astilleros y miró alrededor: salvo la destilería de YPF y los astilleros, todo es ruina. Menem lo hizo, también.

TERRITORIO PERDIDO
“Creo que en buena parte de mis ficciones hay una nostalgia por un territorio perdido, y cada vez más voy pensando que no es solamente el mar, sino la juventud –dice–. Y cierta plenitud. Más que para contar cosas que me pasaron, uso los ambientes náuticos por varias razones que sirven para imaginar: poner a los personajes en un barco me libera de un montón de detalles que puedo dar por sentado y entonces consigo, así, centrarme en los conflictos que me interesan, experimentar qué les pasa a los personajes con sus miedos, sus dolores, sus fatigas, sus esperanzas. El barco es un escenario cotidiano que menciono a la pasada porque ya lo tengo visto.”
Duizeide señala que la inclusión de los versos como citas al comienzo de sus textos es parte del gran juego de escribir. “A mí no me sale escribir poesía, o no me animo, pero sí tengo una antología mental de poetas, o de poetas que estoy leyendo en el momento –dice–. Como decía, a falta de una tradición fijada, uno construye la propia. En realidad hay mucha más poesía que narrativa en relación con el agua, sobre todo con los ríos. Tal vez fue un modo de rescatar eso, de hacer explícita una tradición en la que me gustaría insertarme. Y también funcionan, un poco, como banderillas de que la lectura tendrá que ver con esos tonos, un aviso para el que entre a buscar datos concretos como, por ejemplo, la cantidad de barcos mercantes que había en la Argentina antes de la privatización. Ese dato, incluso, puede aparecer, pero más vale que lo busque en otro lado. Quise discutir con la cuestión del género crónica, que a esta altura del partido no sé muy bien qué es: está muy en boga, pero qué es. A mí me gustan las de Walsh en Confirmado, la de Conti. Las de Sara Gallardo, que son algo totalmente distinto, muy libres en el lenguaje, muy irreverentes. Las de Clarice Lispector. Y, como antecedente lejano, las aguafuertes de Arlt. Rafael Barrett”.

¿Qué te dejó el paso por el Liceo, más allá de la formación náutica?
–Es muy complejo, tanto que recién a esta altura empiezo a tener una síntesis adulta e interesante de qué fue. Tené en cuenta que hice los cinco años y me fui a vivir solo al Buenos Aires de la efervescencia democrática. De muchas cosas tenía conocimiento por lo que se conversaba en casa, no por verlas en el Liceo. Me sorprendía la ferocidad y la venalidad con la que había intervenido la Armada, que fue el lugar donde me formé. Tenía claro que no quería saber nada con ser marino de guerra, por eso seguí la escuela de náutica y no la escuela naval. Y entré un poco por un equívoco: me tiraba mucho lo náutico y mi viejo me dijo “mirá, existe esto”. Pero de qué era lo militar ni idea, si tenía 12 años. Y cuando salís ya sos grande. Me resulta difícil procesar lo vivido con un repaso. Creo que mi negación con esta zona, que era como la peste para mí, tenía que ver con el Liceo. Fatalmente, como no puedo ir todos los fines de semana al mar, como me gustaría, empecé a relacionarme con el río, a ver la complejidad de esta región, que me parece una metáfora de la Argentina. Con el tiempo entré a indagar sobre qué fueron mis años ahí. Y desde uno de los textos del libro surgió una investigación que ya tenemos muy avanzada –junto con Daniel Ortiz, un viejo compañero–, en torno de los desaparecidos de la escuela. Que son muchísimos. Es un regreso a averiguar en qué lugar estuvimos metidos, un sitio donde tenías una formación académica excelente: de hecho sus profesores daban clase en los colegios secundarios de la Universidad, que son los mejores de la zona. Parece mentira, pero los programas de estudio eran muy avanzados, veíamos a Borges, por ejemplo, desde la matemática, la lógica y la literatura. A los 17 años leí, ahí, El extranjero en francés. Y en simultáneo estaba la rigidez militar: yo entré en pleno masserismo. La verdad, estoy muy agradecido de meterme a escribir recién ahora sobre esto, porque antes hubiera sido injusto con mi propia experiencia.

EL IDIOMA DEL MAR
Duizeide piloteó cargueros, pesqueros y petroleros por mares y ríos, en el Barco Burdwood, en el Cabo de Hornos. ¿Cómo fue su cruce por el Estrecho de Magallanes? “Me embarqué de manera muy traumática, después de terminar de estudiar periodismo en La Plata, sin un mango y después de una relación traumática con una chica –cuenta–. Salí de Necochea, un lugar entrañable para mí. Y tenía un cagazo terrible, porque suponía que no iba a estar a la altura. Me podía llegar a mandar cagadas grandes. Estuvimos cargando varios días, llevábamos trigo a Perú, y cada noche pensaba mañana me voy a la mierda.” Pero al otro día me levantaba y seguía con mi laburo. La cosa arrancó muy mal, el barco estaba despedazado y en la primera guardia, por la noche, recién salidos, cruzamos una flotilla de pesqueros y descubrí que teníamos el timón automático roto y la radio inutilizada; el marinero que estaba conmigo tampoco sabía timonear. Así fuimos yendo para Magallanes: tuve suerte con el capitán, que me dio un nivel de confianza muy grande. Al llegar al estrecho me tocó pilotear a mí: un miedo tremendo. El mar ahí no es jodido, pero es como un laberinto donde es fácil perder la orientación y podés, tranquilamente, llevarte por delante una roca; el fondo también es de roca, con lo cual no podés fondear, una vez que arrancaste lo tenés que cruzar. Hay corrientes muy fuertes, y el barco tenía, además, mal las máquinas. Tan mal las tenía que, de hecho, pasamos la primera noche a la deriva, cosa que está prohibida. Paramos en Punta Arenas para arreglar el tubo colector de gases, que es como el caño de escape en los autos, un montón de horas, de noche. Me acuerdo de que nos pasó a treinta metros de distancia un petrolero árabe desde el que nos putearon en inglés. Porque nosotros no podíamos decir que estábamos en reparaciones, explicábamos que queríamos pasar la parte difícil con luz de día.
El mar es un idioma, decís.
–Sí, sin duda. Y ganado a costa de mucho sacrificio. El mar necesita de un idioma muy preciso, porque necesita exactitud y a veces también velocidad. Y eso se consiguió a través de miles y miles de personas que lucharon con el mar, sufrieron y en muchísimos casos se ahogaron. No es una pavada confundir cursar con desviar: va la vida en eso.

Y también decís que hay cierto orgullo en manejar ese idioma.
–Creo que soy una persona que tiene casi cero orgullo en su historia: de lo único que tengo orgullo, y fuerte, es de manejar ese idioma. Y se relaciona con otra cosa, también: cuando escribo ficciones, la nostalgia no sólo tiene que ver con territorio y juventud perdida sino con la pérdida del sentido de pertenencia a una tripulación. Es muy fuerte, eso. Jamás sentí algo parecido en mi vida.

Aparece dosificada la primera persona, lo autobiográfico. ¿Fue una cuestión esa, dudaste en incluirte así?
–No, no tuve demasiadas dudas. En otros ámbitos está medio prohibida, digamos: en ficción se trata de un personaje, y en periodismo tiene el camino más amojonado. Así que me dije que este era el momento. Podría haber contado desde un falso narrador omnisciente, que te cuenta una versión del mundo y un poco la esconde desde esa perspectiva, pero me incliné por esto. Esto es una mirada, un paseo conmigo por esta zona y esta literatura.

“Dichosos de los escritores que logren un personaje indeleble”, anotás. ¿Es algo que te proponés?
–No lo sé, no lo sé todavía. Nunca tuve uno; el más personaje fue Kanaka, incluso en su momento me propusieron una secuela y dije que no, quería hacer otras cosas. Pero me encantan esos personajes; así como en la música popular me parecen maravillosos los tipos que logran convertirse en anónimos a la vez que están en todos lados, un Yupanqui, ponele, este tipo de personajes de la literatura después se multiplican por un montón de vías que, obviamente, incluyen a los grandes medios. La mayor parte de la gente no leyó Frankenstein, por ejemplo, pero ven una representación suya y lo reconocen. Me parece que Maqroll el gaviero, de Alvaro Mutis, se acerca bastante a eso. Para un autor es impresionante: es como si fuera un dios que de la nada creó algo que perdura y se multiplica a través del tiempo.

Por Angel Berlanga
Fuente: Radar Libros marzo 2011
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4198-2011-03-13.html




7 de julio de 2016

Primer Taller de música ancestral

El nuevo ciclo cultural inició el fin de semana con una presentación que abordó cantos, danzas y saberes de los pueblos originarios. Serán encuentros mensuales y los interesados en participar podrán hacerlo de forma libre y gratuita. Por cupos limitados, es necesario inscribirse previamente en la Agencia de Cultura (Av. Liniers 818, Tigre) o comunicase a través del 4512-4572.
Foto de Municipio de Tigre. 
Foto de Municipio de Tigre.
 
 
 
 

4 de julio de 2016

MAT - Tigre celebra los 200 años de grabado en la Argentina

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En el marco del Bicentenario de la Independencia, las colecciones de estampas del Museo Histórico Nacional y el Museo Nacional del Grabado llegan al Museo de Arte del distrito. Será el próximo viernes 8 de julio a las 19 hs y los vecinos podrán disfrutar de la exposición con entrada libre y gratuita. 

Tras conmemorarse 10 años de la fundación del Museo de Arte Tigre (MAT) y en el marco de los 200 años de la independencia argentina, el museo estableció un importante intercambio de colecciones y curaduría con dos instituciones nacionales, que podrán verse a partir del próximo viernes 8 de julio a las 19 hs en sus salas.

De esa manera, la Secretaría de Patrimonio Cultural y la Dirección Nacional de Museos, aportaron más de 50 obras del Museo Histórico Nacional y del Museo Nacional del Grabado, que fueron seleccionadas para la exposición por la directora del MAT, María José Herrera.

Entre ellas, desde las primeras litografías que circularon por el Río de la Plata, pertenecientes al Museo Histórico Nacional hasta las innovadoras estampas experimentales de los años sesenta, conservadas en el patrimonio del Museo Nacional del Grabado, la exposición 200 años de grabado en la Argentina, es un rico panorama de las tendencias artísticas de los siglos diecinueve y veinte.
Escenas costumbristas, paisajes y retratos muestran los primeros años de la vida independiente. El grabado fue una técnica decisiva para la difusión de imágenes artísticas y de contenido político. Pío Collivadino, uno de los introductores del aguafuerte, las litografías de las obras tempranas de Emilio Pettoruti, las imágenes de denuncia de los Artista del Pueblo (Facio Hebequer, Vigo, Bellocq), el arte religioso de Pompeyo Audivert y Víctor Delhez, la acida sátira de Sergio Sergi, los paisajes urbanos de Víctor Rebuffo, la fantasía dislocada de Aída Carballo y la poética sutileza de los gofrados de Fernando López Anaya, están presentes en la exposición.


pettoruti

“200 años de grabado en la Argentina” se complementa con la exhibición de matrices (tacos y planchas metálicas) que dan origen a las estampas y un programa didáctico especial, que se realizará en las vacaciones de invierno, elaborado conjuntamente entre el área de educación del MAT y la respectiva de la Dirección Nacional de Museos. Luego de su estadía en el MAT hasta octubre, la exposición itinerará por distintos museos argentinos.

Además, tras su exitosa convocatoria, la muestra “La realidad de la pintura” de Héctor Giuffré se extenderá durante las vacaciones de invierno, hasta el 31 julio. Producida íntegramente por el equipo curatorial del MAT, la exhibición reúne una selección de obras del artista entre 1973 y 1983. Así, repasa su visión del realismo: una reflexión acerca del mundo que nos rodea; una forma de conocimiento que lo lleva a asumir una posición crítica y ética frente a las cosas y al acto de pintar.

El Museo (Paseo Victorica 972, Tigre) puede ser visitado de miércoles a viernes de 9 a 19 hs; y sábados, domingos y feriados de 12 a 19 hs.
Para más información, ingresar a www.mat.gob.ar

Fachada MAT vista aerea

3 de julio de 2016

Blas Matamoro - Islas en el mundo de la fábula

Compartimos con nuestros lectores un texto que explora las diversas manifestaciones del paisaje conceptual de la isla en distintas etapas de la cultura occidental. Escrito por el ensayista Blas Matamoro, entendemos que nos ayuda en busca de ir enriqueciendo esos prismas que nos permitan enfocar nuestras islas con nuevas luces.



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Archipiélago
Había una vez, y sigue habiéndolas, muchas islas en el mundo de la fábula. Se puede hacer un fragmentario y, si se quiere, aleatorio recorrido por ellas, hasta llegar a la de Morel. En embarcaciones provisorias que recorren lugares de la geografía y de la ocurrencia, o dando saltos sobre las aguas intermedias. Finalmente, se trata de un archipiélago.

En el mapamundi de Hereford (finales del siglo XIII) el Paraíso tiene la forma de una isla redonda con una fuente central de la que manan los consabidos cuatro ríos. Esta estructura se repetirá a lo largo de las islas de la literatura: un espacio circular con un centro inaccesible, en forma de lago, caverna, abismo.
Una isla dentro de la isla. Colina rodeada de agua, ciudad sumergida, islote que aparece y se hunde, la figura insiste en su aislamiento. Cobra nombres enfáticos y así se nos cuentan viajes a las Islas Afortunadas, donde la gente no envejece ni enferma ni muere ni trabaja, cuyo clima es siempre benigno y sus medios de subsistencia, abundantes y gratuitos.

No sólo las hay en el cristianismo sino también en el Islam. Personajes redentores, refugiados en una isla, aguardan el momento propicio para volver a la historia de los hombres. Quetzalcoatl, el rey Sebastián de Portugal, un asceta que es el único habitante de cierta isla desde el comienzo de los tiempos y en ella espera el Juicio Final, alimentado por un cotidiano trozo de pan que le trae un pájaro.

Los psicoanalistas, sobre todo los junguianos, de carácter arquetípico, ven en la isla un emblema de la madre, el lugar hueco y telúrico, protegido por cautelas sacrales, del cual surge la vida regalada y protegida, lejos de las paternas leyes de la Ciudad, la Tierra Firme.

La búsqueda de la isla sería una suerte de reencuentro con el origen, con un tiempo circular, libre de la usura de los días, anterior a la cultura, descargado de culpas incestuosas y ajeno al tiempo lineal de la historia. Por tanto, propicio a la refundación de la vida social.

Cristóbal Colón encuentra hermosos a los indios desnudos e impúdicos. Son gente que desconoce la propiedad privada y las armas. Viven sin ley. Están en el confín del Oriente, donde los teólogos sitúan el Paraíso.

Al descubridor, protegido por la Divina Providencia, corresponde el poder, es decir la facultad legitimada por el Cielo, de llevar la historia al Paraíso. Luego vendrán los arreglos con los Reyes Católicos.
En las Islas Afortunadas hace nacer Erasmo de Rotterdam a la Locura, en su famoso texto de 1511, Moriae Encomium, que tanto puede entenderse como elogio del extravío mental o de Tomás Moro, su amigo y contrincante. Es locura dejarse llevar por las pasiones, o sea por la mujer, que es “inepta, loca, gentil y suave”.

¿Pensaba Erasmo en su mamá mientras acumulaba estos adjetivos? Perpetuamente joven, la mujer es el género de la vida, la constante renovación primaveral del mundo. Opina de modo inmediato, por medio de la risa. Es la dicha, es decir la ignorancia de que la condición humana implica, precisamente, ignorancia. Dios quiso salvar al mundo por medio de la locura, o sea del cristianismo, nacido de la Gran Virgen. La isla de la Fortuna de la cual proviene será, ella misma, la Mujer. Por eso no habrá, o apenas, en tales islas, mujeres.

La isla sirve a Moro para trazar su Utopía en 1515. No es ajena a ella la frecuentación de Erasmo, su amigo desde 1496. Pero su isla no es la de Colón aunque coincidan ambos en haber hallado el país sin historia. El genovés había vuelto al principio, a un medio arcádico; por lo mismo, rústico. Moro nos lleva al infinito futuro, a la ciudad ideal, construida de una vez para siempre por un acto de la razón geométrica, descargado de cualquier necesidad histórica.

De Moro vendrá Morel, pasando por Moreau. Utopía es una sociedad de individuos que visten igual, carecen de propiedad privada, de tabernas, cervecerías, lupanares, casas de citas, conciliábulos, ocasiones de corrupción, pobres y mendigos. Todos trabajan en el campo y gozan de una libertad puramente interior. No guardan dinero ni disponen de hierro. Estudian astronomía y les está vedado filosofar. Son felices obedeciendo a la naturaleza, que les proporciona placer. Desconocen el dolor y viven satisfaciéndose, es decir que allí todo deseo encuentra su objeto. Los criminales se ven reducidos a la esclavitud, a contar desde los adúlteros. Todos conocen la milicia y la libertad religiosa. En una economía sin dinero, nada falta a nadie.

Moro, por su parte, nos ahorra explicaciones sobre enfermedades y demografía. De tal forma, la sociedad utopiana se repite a sí misma. Como no proviene de la historia, carece de ella. Vive en una suerte de momento reiterado hasta la saciedad pero sin hartazgo. En lugar de tener lo que se desea, se desea lo que se tiene. Esta es la clave de la armonía social.

De esta ciudad definitiva y dichosa, de estos hombres naturales y ahistóricos, se burla Rabelais en su Gargantúa (1532/1533). Su “utopía” es la abadía de Thélème (libro I, caps. LII y ss.). Es un lugar sin muros ni relojes, donde sólo pueden entrar mujeres y varones hermosos. Su lema es “haz lo que quieras” y el deseo de cada uno lleva a la unanimidad, eliminándose a los defectuosos. Como todo sobra, el trabajo es innecesario y se vive para el placer. ¿Quién cuida esta selección de la “bella humanidad”?

Los viajeros de Rabelais van de isla en isla, encontrándose con las más divertidas anomalías, hasta llegar a un templo subterráneo donde se adora a la diosa Botella, dispensadora de una sabiduría que entra por la boca, como el alimento proporcionado por la madre, y no por los oídos, como la filosofía de escuela.

En la isla del shakespeariano Próspero (La tempestad) hallamos a un padre con su hija (Próspero y Miranda) y a una madre con su hijo (la bruja Sycorax, dueña de la isla, y Calibán, símbolo de la gravedad y la torpeza).

También anda por allí Ariel, genio aéreo de las transformaciones. Esta mal avenida familia recibe a un utopista, Gonzalo, quien proyecta una sociedad más o menos “a lo Moro” El antiutopista Antonio la describe como “una república de holgazanes, putas y bribones”.

Cuando Próspero recupera su señorío, se marcha a la tierra firme a meditar sobre la muerte. El poder, la finitud y la historia lo devuelven al mundo desencantado de los humanos.

Parecida crítica al utopismo, desde el desengaño barroco, propone Cervantes en el Quijote (segunda parte, caps. 42 y ss.). La Ínsula Barataria donde gobierna Sancho Panza es una parodia montada por los duques en tierra firme. Los hombres no pueden vivir sin historia y la ínsula de Sancho parece ridiculizar, al llevarla a cabo, la propuesta de Don Quijote: retornar a la Edad de Oro.

Robinson en la novela de Daniel Defoe (1719), también necesita una isla. De algún modo, repite la historia problemática y pionera de Colón: la fundación de la ley en un lugar sin historia. Robinson se pasa un cuarto de siglo leyendo la Biblia hasta que aparece en la arena la huella de un salvaje que bautizará Viernes, que en inglés significa “día libre”.

El chico renuncia a sus padres y se somete al inglés, junto con dicho padre y un español que merodea. Se organiza una comunidad utópica y masculina, cuyo vínculo con la tierra firme es la ley británica, que les permitirá volver a la sociedad y convertirse en personas corrientes. No será ya Robinson propietario y rey de la isla, sino gobernador y, más tarde, padre de familia y comerciante.

La isla ha sido un lugar de soledad y exilio donde ha aprendido a instaurar la ley sobre sí mismo, sin controles sociales. Sólo al salir de ella puede ser padre y transmitir la ley a los demás. La isla adquiere, pues, un carácter educativo e iniciático. Si es la madre, lo ha parido a su segunda vida, la adultez.

En la tercera parte de Los viajes de Gulliver (1726), Jonathan Swift se cachondea de las islas utópicas contándonos su excursión a Laputa, una isla volante hecha con un disco diamantino sobre el cual se asientan diversas capas minerales, bajo un manto de tierra. En el centro hay un recinto cilíndrico, una cueva donde habita el Astrónomo que gobierna la isla.

Los habitantes de Laputa son ensimismados y poco comunicativos. Se rigen por normas geométricas y musicales, obedeciendo a las leyes astronómicas. Se proveen de lo que produce el reino de la tierra firme, Lagado. Discuten de política pero imaginan y fantasean muy poco. Dominan a los pueblos sobre los que vuelan y a los que pueden quitar la lluvia y el sol, así como someter a unos precoces bombardeos de piedras.

Sabios que pasan a gran altura sobre las poblaciones humanas, los laputienses desarrollan su vida insular y monótona a precio de mantenerse despegados de la tierra firme, la historia. Elevados sobre su plataforma de diamante, apenas se relacionan con el mundo exterior, y su gobernante tiene vedado dejar la isla. La desconexión utopía/historia no puede ser más gráfica.

En Alemania, donde el pensamiento utópico ha sido más bien escaso, existe un curioso texto insular, La isla del castillo roquero (1731) de Johann Gottfried Schnabel. La isla del caso es convenientemente estival, está dividida en cuatro (cf. la cruz y los cuatro ríos paradisíacos), gobernada por sabios ancianos y ordenada según las creencias y ritos luteranos.

El fantasma de un noble español encauza a dos enamorados hacia un tesoro oculto. Llegan a la isla unos burgueses arruinados, unos náufragos, en fin, la habitual población de los “cansados de la vida”, los buscadores de aire puro, plácida agricultura y libros piadosos o meramente latinos.

Schnabel, astutamente, nos explica algún comercio con el mundo exterior, por ejemplo la venta de algodón, como asimismo la llegada de nuevos colonos. Se resuelve, de este modo, el espinoso asunto de la economía en las islas utópicas y su inserción en el mercado mundial.

El siglo XVIII, como el XVI y al revés que el XVII, vuelve a la utopía, pero ya con una resaca de idealismo que busca ciertos resguardos. En cualquier caso, Felsenburg puede ser una alegoría de Alemania, con su “infierno” central, poblado por algún fantasma, su gente poco productiva y devota de cierto cristianismo nacional.

Una isla de tierra entre la marca de Occidente y la de Oriente. Como el mito ilustrado del Paraguay, otra isla de tierra que, por aquellas fechas, inquietaba a los filósofos éclairés por su jesuítico parecido con las islas utópicas.

En el preciso año de la gran revolución, 1789, Bernardin de Saint-Pierre publica Pablo y Virginia, libro de lacrimosa posteridad. Para nuestro tema, lo notable de esta fábula es que la isla donde ocurre la gestación del nuevo Paraíso, del cual los protagonistas serán Adán y Eva, está a cargo de dos mujeres, las madres sin maridos de aquéllos: Madame de la Tour, una viuda, y Marguerite, madre soltera, bretona y deshonrada. Es decir que el retorno, a la manera de Rousseau, a la Madre Naturaleza en forma de isla ocurre en pleno matriarcado según cuadra a un nuevo nacimiento, un nuevo parto, de la humanidad regenerada. Los gestos del sentimiento, la danza, las pantomimas, conectan a estos personajes con los nativos, en una sociedad anterior al lenguaje articulado, sin relojes ni almanaques. El tiempo cíclico de las cosechas reemplaza al tiempo lineal de la historia; la insistencia materna, al progreso paterno.
No obstante su idílico entramado, la isla utópica acaba desapareciendo. Virginia muere por no desnudarse ante un marinero que intenta salvarla de un naufragio. Los demás desfallecen y el lugar es abandonado hasta volverse desértico y ruinoso. Sólo sobrevive el narrador, sin el cual no tendríamos historia. Él también es una isla.

Robinson logra una vasta descendencia. Al azar, recuento: El nuevo Robinson de Campe (1779), El Robinson suizo de Wyss (1812), El capitán Ready o Un naufragio en el Pacífico (1841) y El pequeño salvaje (1849), ambas de Frederik Marryat. Son historias que contradicen el mito de Kaspar Hauser y anticipan a Tarzán pues demuestran cómo unos muchachos, aunque abandonados en un medio primitivo, son capaces de rehacer una civilización y reconectarse con el mundo de la tierra firme. Tienen una suerte de cultura genética que los torna invulnerables a cualquier salvajismo.

Así ocurre con La isla de coral de Robert M. Ballantyne (1858). Por la época, las islas del Pacífico ya habían perdido toda su carga paradisíaca. Hermosas, ricas en vegetación, con un clima recomendable, aparecen pobladas por unos aborígenes sanguinarios que se alimentan de vecinos, despilfarrando su sangre. Ciertamente, los adolescentes abandonados en la isla viven su desamparo con alegría, como unas largas vacaciones exentas de controles adultos.

Los chicos de Ballantyne son providencialistas y científicos, como corresponde a una época darwiniana. En el centro de la isla hay una cabaña abandonada con los huesos de un hombre y un perro.
El Paraíso no existe. Alguien ha estado antes allí e instaurado la historia, de la cual venimos y que es siempre la historia de otro. La muerte, por las suyas, ha dejado una marca y fijado un límite.

La isla como espacio pedagógico, lugar donde un adolescente aprende el código adulto que distingue el bien del mal y el control de sus propios impulsos malignos, halla su más paradigmática expresión en La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson (1881/1882).

Embarcado por juego y aventura, el adolescente y narrador Jim está flanqueado por Smollett, que hará de la historia una acción pedagógica para enseñar la ley, y Long John Silver, cuya memoria está poblada de piratas. La isla nada tiene de paradisíaco, más bien lo contrario.

Su centro es una laguna ponzoñosa, rodeada de una especie de anfiteatro natural y unos bosques. Cabe imaginar que se trata del infierno, lugar de alto valor educativo, porque pone en escena todo el muestrario del pecado y permite la didáctica del bien por el mal.

La aparición de Ben Gunn, habitante de la isla, que enterró un tesoro y sacralizó un montículo con su peculiar paganismo, realza lo infernal del escenario.

El conflicto legal es el de siempre, el de Colón y Robinson: quien tiene el poder impone la ley y define a los demás como bucaneros que, para ser identificados, enarbolan la bandera pirata. Jim aprende a manejar la ley, a matar justamente, a distinguir la mera violencia de la fuerza legítima, a contar la historia. En premio a su aprendizaje, Smollett le dará en tierra firme su talismán, su parte del tesoro.

El señor de las moscas de William Golding (1954), es una glosa expresa de la novela de Ballantyne. Sus personajes son niños que han leído La isla de coral e intentan repetir la aventura que narra. La moraleja, como corresponde, es antiutópica.

Ocultos a la mirada de sus padres, los niños invocan, sin embargo, la ley paterna. Dice Ralph: “Mi padre está en la Marina. Decía que ya no queda ni una isla desconocida. Dice que la reina tiene una sala enorme llena de mapas y todas las islas del mundo están allí dibujadas. Así, la reina sabe que existe esta isla (…)Y tarde o temprano vendrá aquí un barco. Hasta puede que sea el de mi padre.”

Los chicos de Golding se proclaman ingleses, se organizan en jerarquías, dividen el trabajo, pelean como si fueran partidos políticos, miden el tiempo con un reloj de sol, sacrifican cerdos y los convierten en tótem, proclaman divino el cadáver de un aviador, convertido en el Señor de las Moscas, hacen su guerra de religión enfrentados como partidarios del Cerdo y de la Bestia. En fin, que el hombre siempre lleva la historia propia hasta el Paraíso y la isla de Utopía. No hay ya inocencia y “oscuro es su corazón”.

En Viernes o Los limbos del Pacífico (1972) Michel Tournier recuenta, obviamente, a Robinson, pero al revés. Robinson habita la isla en una suerte de relación masturbatoria con la tierra madre, hasta que aparece el indígena bautizado como Viernes, que lo seduce y lo convierte a la religión del Cabrón y a la homosexualidad (supuesto que no viniera ya en el equipaje del náufrago).

Cuando arriba la nave que restaura el vínculo con la tierra firme, Viernes, tentado por la civilización, partirá hacia ella, mientras Robinson se quedará en la isla, junto con otro aborigen, Jan, rebautizado Jueves, “el día de Júpiter y domingo de los niños”.

La vida sigue siendo una fiesta. En cierto modo, Tournier deja vacilante la relación entre historia y mito, como si fueran los dos polos dialécticos de la condición humana: Robinson civiliza a Viernes y Viernes salvajiza a Robinson. Éste se queda en la isla del mito y aquél parte hacia la tierra firme de la historia.

Abundan las islas en Julio Verne pero sólo recuerdo aquí las de 20.000 leguas bajo el mar (1870) y La isla misteriosa (1874/1875). El submarino Nautilus es, de algún modo, una isla autosuficiente y utópica, cuyos habitantes se alimentan de productos marinos que están fuera del mercado, es decir que pueden prescindir de la sociedad histórica, las naciones y los imperios.

Encerrados en una metáfora materna, la nave que los protege y alimenta, estos varones se consideran libres en tanto no dependen de los poderes terrenales. Pero, en rigor, libre sólo es Nemo, el capitán, a quien todos sirven con compacta obediencia.

Nemo es, obviamente, Nadie, y su comunidad acabará extinguiéndose por falta de mujeres y de hijos, como ocurre con todas las sociedades ajenas a la historia. Nemo no ha fundado una nueva sociedad sino un monasterio, una logia masónica, un paradójico ejército pacifista, un club de estudiantes que, tarde o temprano, sucumbirá en el útero de su aislamiento si no consigue ser parido sobre la tierra firme de la historia.

Hacia 1887/1888 sitúa H.G. Wells la acción de La isla del doctor Moreau, irrisión de la teoría darwiniana, recogida por Julian Huxley, al cual invoca en el texto mismo. En efecto, Moreau intenta convertir a unos animales en seres humanos modélicos, un poco a la manera como el doctor Frankenstein, en la novela de Mary Shelley, trata de crear al hombre perfecto combinando trozos antológicos de diversos cadáveres. Siempre actúa la sugestión utópica de una humanidad sin padres, o sea sin historia, sin antecedentes ni deberes hereditarios.

Lo que resulta es una población de monstruos con caras deformes, sin mentón, de frentes hundidas, que vagan, desnudos e impúdicos, por la isla del doctor Moreau, parodia esperpéntica de las puebladas de buenos salvajes que creyó percibir Colón. Moreau y su ayudante Montgomery quieren hacer la isla de los padres sin madres, simétrica y opuesta a la de Saint-Pierre, donde todos sean hijos de una gran madre abstracta, la ciencia.

Un animal sin rostro, el Recitador de la Ley, machaca unas fórmulas que los novedosos seres repiten sin entender, hipnotizados y meros soportes de ideas fijas. Estos personajes no desarrollan ninguna moralidad porque no perciben al otro y carecen de lenguaje consciente. Se matan entre sí y amenazan a los humanos, que deben defenderse con las armas. Sus escasos hijos son ya plenamente bestiales.

Las criaturas asesinan a sus creadores y vuelven a la animalidad. Cuando el narrador les dice que Moreau sigue vivo, lo aceptan, viendo en el narrador a uno de ellos.

El hombre no es un animal perfeccionado ni puede vivir fuera de la historia. Hay en él un sustrato animal, pero que se reconoce. Las criaturas de Moreau son animales que se ignoran.

Con La invención de Morel (1940), Bioy Casares se instala en una doble tradición: la anglosajona y la hispánica, una rica y la otra pobre en utopías. Su personaje es un perseguido que se refugia en una isla cercana a Colombia o Venezuela, allá por donde Colón creyó encontrar el Paraíso.

En dicha isla, hacia 1924, se construyeron unos edificios ahora desafectados: una capilla, un museo, una piscina, una biblioteca, tal vez un hotel que es un refugio antiaéreo. Responsable solitario de unos actos que se niega a contar, el narrador llega al lugar donde alguien, indescifrable y desconocido, ha fundado un núcleo de asentamiento que está despoblado.

Hay una historia pero es inenarrable. Tal vez sean dos historias que no se tocan ni se explican mutuamente. No estamos en el Paraíso ni en Utopía. Hemos llegado al cuento quizá cuando la historia y la utopía han concluido. ¿Qué aventura puede, en tales condiciones, ser contada?

El narrador, un muerto que se ignora, vive entre sueños y personajes fantasmales, que repiten semanalmente las mismas escenas y parecen no percibirlo. Él se enamora de Faustine e intenta reunirse con ella, descubriendo por fin la invención de Morel: una máquina que perpetúa en un eterno retorno de mero espectáculo, a unos seres difuntos. Filmado por la máquina, se incorpora a esa eternidad reiterativa que es propia de la muerte. La vida es, por el contrario, una sucesión de contados momentos únicos, finitud, perención y agonía: historia.

La fábula puede leerse también como una alegoría de la escritura. El escritor es un habitante solitario de una isla poblada de fantasmas, con cuyas insistentes reiteraciones intenta fraguar un cuento.

En términos paródicos, la isla de Morel, como la de Moro y la de Moreau, es un lugar utópico. La utopía se muestra como incompatible con la vida. Si de algo sirve, es de modelo a la literatura, tráfico fantasmal, insular, parodia de la perfección ajena a la vida histórica, porque el pasado vuelto eterno es historia muerta.

Bibliografía

Miguel Asín Palacios: La escatología musulmana en “La Divina Comedia”, Imprenta de Estanislao Mestre, Madrid, 1919
Howard R. Patch: El otro mundo en la literatura medieval. Traducción de Jorge Hernández Campos, FCE, México, 1956
Pedro Rodríguez Santidrián: Introducción a Tomás Moro: Utopía. Alianza, Madrid, 1984
Ángela Sierra: Las utopías. Lerna, Barcelona, 1987
Mario Tomé: La isla: utopía, inconsciente y aventuras. Universidad de León, León, 1987
Louis André Vigneras: “La búsqueda del Paraíso y las legendarias islas del Atlántico”, en Cuadernos Colombinos, Universidad de Valladolid, 6, 1976
Copyright © Blas Matamoro. Este artículo forma parte del libro Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004). La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). El texto aparece publicado en Cine y Letras con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.

[fuente: http://www.thecult.es/Cronicas/islas-en-el-mundo-de-la-fabula.html]