Compartimos con nuestros lectores un texto que explora las diversas manifestaciones del paisaje conceptual de la isla en distintas etapas de la cultura occidental. Escrito por el ensayista Blas Matamoro, entendemos que nos ayuda en busca de ir enriqueciendo esos prismas que nos permitan enfocar nuestras islas con nuevas luces.
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Archipiélago
Había
una vez, y sigue habiéndolas, muchas islas en el mundo de la fábula. Se
puede hacer un fragmentario y, si se quiere, aleatorio recorrido por
ellas, hasta llegar a la de Morel. En embarcaciones provisorias que
recorren lugares de la geografía y de la ocurrencia, o dando saltos
sobre las aguas intermedias. Finalmente, se trata de un archipiélago.
En
el mapamundi de Hereford (finales del siglo XIII) el Paraíso tiene la
forma de una isla redonda con una fuente central de la que manan los
consabidos cuatro ríos. Esta estructura se repetirá a lo largo de las
islas de la literatura: un espacio circular con un centro inaccesible,
en forma de lago, caverna, abismo.
Una
isla dentro de la isla. Colina rodeada de agua, ciudad sumergida,
islote que aparece y se hunde, la figura insiste en su aislamiento.
Cobra nombres enfáticos y así se nos cuentan viajes a las Islas
Afortunadas, donde la gente no envejece ni enferma ni muere ni trabaja,
cuyo clima es siempre benigno y sus medios de subsistencia, abundantes y
gratuitos.
No
sólo las hay en el cristianismo sino también en el Islam. Personajes
redentores, refugiados en una isla, aguardan el momento propicio para
volver a la historia de los hombres. Quetzalcoatl, el rey Sebastián de
Portugal, un asceta que es el único habitante de cierta isla desde el
comienzo de los tiempos y en ella espera el Juicio Final, alimentado por
un cotidiano trozo de pan que le trae un pájaro.
Los
psicoanalistas, sobre todo los junguianos, de carácter arquetípico, ven
en la isla un emblema de la madre, el lugar hueco y telúrico, protegido
por cautelas sacrales, del cual surge la vida regalada y protegida,
lejos de las paternas leyes de la Ciudad, la Tierra Firme.
La
búsqueda de la isla sería una suerte de reencuentro con el origen, con
un tiempo circular, libre de la usura de los días, anterior a la
cultura, descargado de culpas incestuosas y ajeno al tiempo lineal de la
historia. Por tanto, propicio a la refundación de la vida social.
Cristóbal
Colón encuentra hermosos a los indios desnudos e impúdicos. Son gente
que desconoce la propiedad privada y las armas. Viven sin ley. Están en
el confín del Oriente, donde los teólogos sitúan el Paraíso.
Al
descubridor, protegido por la Divina Providencia, corresponde el poder,
es decir la facultad legitimada por el Cielo, de llevar la historia al
Paraíso. Luego vendrán los arreglos con los Reyes Católicos.
En
las Islas Afortunadas hace nacer Erasmo de Rotterdam a la Locura, en su
famoso texto de 1511, Moriae Encomium, que tanto puede entenderse como
elogio del extravío mental o de Tomás Moro, su amigo y contrincante. Es
locura dejarse llevar por las pasiones, o sea por la mujer, que es
“inepta, loca, gentil y suave”.
¿Pensaba
Erasmo en su mamá mientras acumulaba estos adjetivos? Perpetuamente
joven, la mujer es el género de la vida, la constante renovación
primaveral del mundo. Opina de modo inmediato, por medio de la risa. Es
la dicha, es decir la ignorancia de que la condición humana implica,
precisamente, ignorancia. Dios quiso salvar al mundo por medio de la
locura, o sea del cristianismo, nacido de la Gran Virgen. La isla de la
Fortuna de la cual proviene será, ella misma, la Mujer. Por eso no
habrá, o apenas, en tales islas, mujeres.
La
isla sirve a Moro para trazar su Utopía en 1515. No es ajena a ella la
frecuentación de Erasmo, su amigo desde 1496. Pero su isla no es la de
Colón aunque coincidan ambos en haber hallado el país sin historia. El
genovés había vuelto al principio, a un medio arcádico; por lo mismo,
rústico. Moro nos lleva al infinito futuro, a la ciudad ideal,
construida de una vez para siempre por un acto de la razón geométrica,
descargado de cualquier necesidad histórica.
De
Moro vendrá Morel, pasando por Moreau. Utopía es una sociedad de
individuos que visten igual, carecen de propiedad privada, de tabernas,
cervecerías, lupanares, casas de citas, conciliábulos, ocasiones de
corrupción, pobres y mendigos. Todos trabajan en el campo y gozan de una
libertad puramente interior. No guardan dinero ni disponen de hierro.
Estudian astronomía y les está vedado filosofar. Son felices obedeciendo
a la naturaleza, que les proporciona placer. Desconocen el dolor y
viven satisfaciéndose, es decir que allí todo deseo encuentra su objeto.
Los criminales se ven reducidos a la esclavitud, a contar desde los
adúlteros. Todos conocen la milicia y la libertad religiosa. En una
economía sin dinero, nada falta a nadie.
Moro,
por su parte, nos ahorra explicaciones sobre enfermedades y demografía.
De tal forma, la sociedad utopiana se repite a sí misma. Como no
proviene de la historia, carece de ella. Vive en una suerte de momento
reiterado hasta la saciedad pero sin hartazgo. En lugar de tener lo que
se desea, se desea lo que se tiene. Esta es la clave de la armonía
social.
De
esta ciudad definitiva y dichosa, de estos hombres naturales y
ahistóricos, se burla Rabelais en su Gargantúa (1532/1533). Su “utopía”
es la abadía de Thélème (libro I, caps. LII y ss.). Es un lugar sin
muros ni relojes, donde sólo pueden entrar mujeres y varones hermosos.
Su lema es “haz lo que quieras” y el deseo de cada uno lleva a la
unanimidad, eliminándose a los defectuosos. Como todo sobra, el trabajo
es innecesario y se vive para el placer. ¿Quién cuida esta selección de
la “bella humanidad”?
Los
viajeros de Rabelais van de isla en isla, encontrándose con las más
divertidas anomalías, hasta llegar a un templo subterráneo donde se
adora a la diosa Botella, dispensadora de una sabiduría que entra por la
boca, como el alimento proporcionado por la madre, y no por los oídos,
como la filosofía de escuela.
En
la isla del shakespeariano Próspero (La tempestad) hallamos a un padre
con su hija (Próspero y Miranda) y a una madre con su hijo (la bruja
Sycorax, dueña de la isla, y Calibán, símbolo de la gravedad y la
torpeza).
También
anda por allí Ariel, genio aéreo de las transformaciones. Esta mal
avenida familia recibe a un utopista, Gonzalo, quien proyecta una
sociedad más o menos “a lo Moro” El antiutopista Antonio la describe
como “una república de holgazanes, putas y bribones”.
Cuando
Próspero recupera su señorío, se marcha a la tierra firme a meditar
sobre la muerte. El poder, la finitud y la historia lo devuelven al
mundo desencantado de los humanos.
Parecida
crítica al utopismo, desde el desengaño barroco, propone Cervantes en
el Quijote (segunda parte, caps. 42 y ss.). La Ínsula Barataria donde
gobierna Sancho Panza es una parodia montada por los duques en tierra
firme. Los hombres no pueden vivir sin historia y la ínsula de Sancho
parece ridiculizar, al llevarla a cabo, la propuesta de Don Quijote:
retornar a la Edad de Oro.
Robinson
en la novela de Daniel Defoe (1719), también necesita una isla. De
algún modo, repite la historia problemática y pionera de Colón: la
fundación de la ley en un lugar sin historia. Robinson se pasa un cuarto
de siglo leyendo la Biblia hasta que aparece en la arena la huella de
un salvaje que bautizará Viernes, que en inglés significa “día libre”.
El
chico renuncia a sus padres y se somete al inglés, junto con dicho
padre y un español que merodea. Se organiza una comunidad utópica y
masculina, cuyo vínculo con la tierra firme es la ley británica, que les
permitirá volver a la sociedad y convertirse en personas corrientes. No
será ya Robinson propietario y rey de la isla, sino gobernador y, más
tarde, padre de familia y comerciante.
La
isla ha sido un lugar de soledad y exilio donde ha aprendido a
instaurar la ley sobre sí mismo, sin controles sociales. Sólo al salir
de ella puede ser padre y transmitir la ley a los demás. La isla
adquiere, pues, un carácter educativo e iniciático. Si es la madre, lo
ha parido a su segunda vida, la adultez.
En la tercera parte de Los viajes de Gulliver
(1726), Jonathan Swift se cachondea de las islas utópicas contándonos
su excursión a Laputa, una isla volante hecha con un disco diamantino
sobre el cual se asientan diversas capas minerales, bajo un manto de
tierra. En el centro hay un recinto cilíndrico, una cueva donde habita
el Astrónomo que gobierna la isla.
Los
habitantes de Laputa son ensimismados y poco comunicativos. Se rigen
por normas geométricas y musicales, obedeciendo a las leyes
astronómicas. Se proveen de lo que produce el reino de la tierra firme,
Lagado. Discuten de política pero imaginan y fantasean muy poco. Dominan
a los pueblos sobre los que vuelan y a los que pueden quitar la lluvia y
el sol, así como someter a unos precoces bombardeos de piedras.
Sabios
que pasan a gran altura sobre las poblaciones humanas, los laputienses
desarrollan su vida insular y monótona a precio de mantenerse despegados
de la tierra firme, la historia. Elevados sobre su plataforma de
diamante, apenas se relacionan con el mundo exterior, y su gobernante
tiene vedado dejar la isla. La desconexión utopía/historia no puede ser
más gráfica.
En Alemania, donde el pensamiento utópico ha sido más bien escaso, existe un curioso texto insular, La isla del castillo roquero
(1731) de Johann Gottfried Schnabel. La isla del caso es
convenientemente estival, está dividida en cuatro (cf. la cruz y los
cuatro ríos paradisíacos), gobernada por sabios ancianos y ordenada
según las creencias y ritos luteranos.
El
fantasma de un noble español encauza a dos enamorados hacia un tesoro
oculto. Llegan a la isla unos burgueses arruinados, unos náufragos, en
fin, la habitual población de los “cansados de la vida”, los buscadores
de aire puro, plácida agricultura y libros piadosos o meramente latinos.
Schnabel,
astutamente, nos explica algún comercio con el mundo exterior, por
ejemplo la venta de algodón, como asimismo la llegada de nuevos colonos.
Se resuelve, de este modo, el espinoso asunto de la economía en las
islas utópicas y su inserción en el mercado mundial.
El
siglo XVIII, como el XVI y al revés que el XVII, vuelve a la utopía,
pero ya con una resaca de idealismo que busca ciertos resguardos. En
cualquier caso, Felsenburg puede ser una alegoría de Alemania, con su
“infierno” central, poblado por algún fantasma, su gente poco productiva
y devota de cierto cristianismo nacional.
Una
isla de tierra entre la marca de Occidente y la de Oriente. Como el
mito ilustrado del Paraguay, otra isla de tierra que, por aquellas
fechas, inquietaba a los filósofos éclairés por su jesuítico parecido
con las islas utópicas.
En el preciso año de la gran revolución, 1789, Bernardin de Saint-Pierre publica Pablo y Virginia,
libro de lacrimosa posteridad. Para nuestro tema, lo notable de esta
fábula es que la isla donde ocurre la gestación del nuevo Paraíso, del
cual los protagonistas serán Adán y Eva, está a cargo de dos mujeres,
las madres sin maridos de aquéllos: Madame de la Tour, una viuda, y
Marguerite, madre soltera, bretona y deshonrada. Es decir que el
retorno, a la manera de Rousseau, a la Madre Naturaleza en forma de isla
ocurre en pleno matriarcado según cuadra a un nuevo nacimiento, un
nuevo parto, de la humanidad regenerada. Los gestos del sentimiento, la
danza, las pantomimas, conectan a estos personajes con los nativos, en
una sociedad anterior al lenguaje articulado, sin relojes ni almanaques.
El tiempo cíclico de las cosechas reemplaza al tiempo lineal de la
historia; la insistencia materna, al progreso paterno.
No
obstante su idílico entramado, la isla utópica acaba desapareciendo.
Virginia muere por no desnudarse ante un marinero que intenta salvarla
de un naufragio. Los demás desfallecen y el lugar es abandonado hasta
volverse desértico y ruinoso. Sólo sobrevive el narrador, sin el cual no
tendríamos historia. Él también es una isla.
Robinson logra una vasta descendencia. Al azar, recuento: El nuevo Robinson de Campe (1779), El Robinson suizo de Wyss (1812), El capitán Ready o Un naufragio en el Pacífico (1841) y El pequeño salvaje
(1849), ambas de Frederik Marryat. Son historias que contradicen el
mito de Kaspar Hauser y anticipan a Tarzán pues demuestran cómo unos
muchachos, aunque abandonados en un medio primitivo, son capaces de
rehacer una civilización y reconectarse con el mundo de la tierra firme.
Tienen una suerte de cultura genética que los torna invulnerables a
cualquier salvajismo.
Así ocurre con La isla de coral
de Robert M. Ballantyne (1858). Por la época, las islas del Pacífico ya
habían perdido toda su carga paradisíaca. Hermosas, ricas en
vegetación, con un clima recomendable, aparecen pobladas por unos
aborígenes sanguinarios que se alimentan de vecinos, despilfarrando su
sangre. Ciertamente, los adolescentes abandonados en la isla viven su
desamparo con alegría, como unas largas vacaciones exentas de controles
adultos.
Los
chicos de Ballantyne son providencialistas y científicos, como
corresponde a una época darwiniana. En el centro de la isla hay una
cabaña abandonada con los huesos de un hombre y un perro.
El
Paraíso no existe. Alguien ha estado antes allí e instaurado la
historia, de la cual venimos y que es siempre la historia de otro. La
muerte, por las suyas, ha dejado una marca y fijado un límite.
La
isla como espacio pedagógico, lugar donde un adolescente aprende el
código adulto que distingue el bien del mal y el control de sus propios
impulsos malignos, halla su más paradigmática expresión en La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson (1881/1882).
Embarcado
por juego y aventura, el adolescente y narrador Jim está flanqueado por
Smollett, que hará de la historia una acción pedagógica para enseñar la
ley, y Long John Silver, cuya memoria está poblada de piratas. La isla
nada tiene de paradisíaco, más bien lo contrario.
Su
centro es una laguna ponzoñosa, rodeada de una especie de anfiteatro
natural y unos bosques. Cabe imaginar que se trata del infierno, lugar
de alto valor educativo, porque pone en escena todo el muestrario del
pecado y permite la didáctica del bien por el mal.
La
aparición de Ben Gunn, habitante de la isla, que enterró un tesoro y
sacralizó un montículo con su peculiar paganismo, realza lo infernal del
escenario.
El
conflicto legal es el de siempre, el de Colón y Robinson: quien tiene
el poder impone la ley y define a los demás como bucaneros que, para ser
identificados, enarbolan la bandera pirata. Jim aprende a manejar la
ley, a matar justamente, a distinguir la mera violencia de la fuerza
legítima, a contar la historia. En premio a su aprendizaje, Smollett le
dará en tierra firme su talismán, su parte del tesoro.
El señor de las moscas
de William Golding (1954), es una glosa expresa de la novela de
Ballantyne. Sus personajes son niños que han leído La isla de coral e
intentan repetir la aventura que narra. La moraleja, como corresponde,
es antiutópica.
Ocultos
a la mirada de sus padres, los niños invocan, sin embargo, la ley
paterna. Dice Ralph: “Mi padre está en la Marina. Decía que ya no queda
ni una isla desconocida. Dice que la reina tiene una sala enorme llena
de mapas y todas las islas del mundo están allí dibujadas. Así, la reina
sabe que existe esta isla (…)Y tarde o temprano vendrá aquí un barco.
Hasta puede que sea el de mi padre.”
Los
chicos de Golding se proclaman ingleses, se organizan en jerarquías,
dividen el trabajo, pelean como si fueran partidos políticos, miden el
tiempo con un reloj de sol, sacrifican cerdos y los convierten en tótem,
proclaman divino el cadáver de un aviador, convertido en el Señor de
las Moscas, hacen su guerra de religión enfrentados como partidarios del
Cerdo y de la Bestia. En fin, que el hombre siempre lleva la historia
propia hasta el Paraíso y la isla de Utopía. No hay ya inocencia y
“oscuro es su corazón”.
En Viernes o Los limbos del Pacífico
(1972) Michel Tournier recuenta, obviamente, a Robinson, pero al revés.
Robinson habita la isla en una suerte de relación masturbatoria con la
tierra madre, hasta que aparece el indígena bautizado como Viernes, que
lo seduce y lo convierte a la religión del Cabrón y a la homosexualidad
(supuesto que no viniera ya en el equipaje del náufrago).
Cuando
arriba la nave que restaura el vínculo con la tierra firme, Viernes,
tentado por la civilización, partirá hacia ella, mientras Robinson se
quedará en la isla, junto con otro aborigen, Jan, rebautizado Jueves,
“el día de Júpiter y domingo de los niños”.
La
vida sigue siendo una fiesta. En cierto modo, Tournier deja vacilante
la relación entre historia y mito, como si fueran los dos polos
dialécticos de la condición humana: Robinson civiliza a Viernes y
Viernes salvajiza a Robinson. Éste se queda en la isla del mito y aquél
parte hacia la tierra firme de la historia.
Abundan las islas en Julio Verne pero sólo recuerdo aquí las de 20.000 leguas bajo el mar (1870) y La isla misteriosa
(1874/1875). El submarino Nautilus es, de algún modo, una isla
autosuficiente y utópica, cuyos habitantes se alimentan de productos
marinos que están fuera del mercado, es decir que pueden prescindir de
la sociedad histórica, las naciones y los imperios.
Encerrados
en una metáfora materna, la nave que los protege y alimenta, estos
varones se consideran libres en tanto no dependen de los poderes
terrenales. Pero, en rigor, libre sólo es Nemo, el capitán, a quien
todos sirven con compacta obediencia.
Nemo
es, obviamente, Nadie, y su comunidad acabará extinguiéndose por falta
de mujeres y de hijos, como ocurre con todas las sociedades ajenas a la
historia. Nemo no ha fundado una nueva sociedad sino un monasterio, una
logia masónica, un paradójico ejército pacifista, un club de estudiantes
que, tarde o temprano, sucumbirá en el útero de su aislamiento si no
consigue ser parido sobre la tierra firme de la historia.
Hacia 1887/1888 sitúa H.G. Wells la acción de La isla del doctor Moreau,
irrisión de la teoría darwiniana, recogida por Julian Huxley, al cual
invoca en el texto mismo. En efecto, Moreau intenta convertir a unos
animales en seres humanos modélicos, un poco a la manera como el doctor
Frankenstein, en la novela de Mary Shelley, trata de crear al hombre
perfecto combinando trozos antológicos de diversos cadáveres. Siempre
actúa la sugestión utópica de una humanidad sin padres, o sea sin
historia, sin antecedentes ni deberes hereditarios.
Lo
que resulta es una población de monstruos con caras deformes, sin
mentón, de frentes hundidas, que vagan, desnudos e impúdicos, por la
isla del doctor Moreau, parodia esperpéntica de las puebladas de buenos
salvajes que creyó percibir Colón. Moreau y su ayudante Montgomery
quieren hacer la isla de los padres sin madres, simétrica y opuesta a la
de Saint-Pierre, donde todos sean hijos de una gran madre abstracta, la
ciencia.
Un
animal sin rostro, el Recitador de la Ley, machaca unas fórmulas que
los novedosos seres repiten sin entender, hipnotizados y meros soportes
de ideas fijas. Estos personajes no desarrollan ninguna moralidad porque
no perciben al otro y carecen de lenguaje consciente. Se matan entre sí
y amenazan a los humanos, que deben defenderse con las armas. Sus
escasos hijos son ya plenamente bestiales.
Las
criaturas asesinan a sus creadores y vuelven a la animalidad. Cuando el
narrador les dice que Moreau sigue vivo, lo aceptan, viendo en el
narrador a uno de ellos.
El
hombre no es un animal perfeccionado ni puede vivir fuera de la
historia. Hay en él un sustrato animal, pero que se reconoce. Las
criaturas de Moreau son animales que se ignoran.
Con La invención de Morel
(1940), Bioy Casares se instala en una doble tradición: la anglosajona y
la hispánica, una rica y la otra pobre en utopías. Su personaje es un
perseguido que se refugia en una isla cercana a Colombia o Venezuela,
allá por donde Colón creyó encontrar el Paraíso.
En
dicha isla, hacia 1924, se construyeron unos edificios ahora
desafectados: una capilla, un museo, una piscina, una biblioteca, tal
vez un hotel que es un refugio antiaéreo. Responsable solitario de unos
actos que se niega a contar, el narrador llega al lugar donde alguien,
indescifrable y desconocido, ha fundado un núcleo de asentamiento que
está despoblado.
Hay
una historia pero es inenarrable. Tal vez sean dos historias que no se
tocan ni se explican mutuamente. No estamos en el Paraíso ni en Utopía.
Hemos llegado al cuento quizá cuando la historia y la utopía han
concluido. ¿Qué aventura puede, en tales condiciones, ser contada?
El
narrador, un muerto que se ignora, vive entre sueños y personajes
fantasmales, que repiten semanalmente las mismas escenas y parecen no
percibirlo. Él se enamora de Faustine e intenta reunirse con ella,
descubriendo por fin la invención de Morel: una máquina que perpetúa en
un eterno retorno de mero espectáculo, a unos seres difuntos. Filmado
por la máquina, se incorpora a esa eternidad reiterativa que es propia
de la muerte. La vida es, por el contrario, una sucesión de contados
momentos únicos, finitud, perención y agonía: historia.
La
fábula puede leerse también como una alegoría de la escritura. El
escritor es un habitante solitario de una isla poblada de fantasmas, con
cuyas insistentes reiteraciones intenta fraguar un cuento.
En
términos paródicos, la isla de Morel, como la de Moro y la de Moreau,
es un lugar utópico. La utopía se muestra como incompatible con la vida.
Si de algo sirve, es de modelo a la literatura, tráfico fantasmal,
insular, parodia de la perfección ajena a la vida histórica, porque el
pasado vuelto eterno es historia muerta.
Bibliografía
Miguel Asín Palacios: La escatología musulmana en “La Divina Comedia”, Imprenta de Estanislao Mestre, Madrid, 1919
Howard R. Patch: El otro mundo en la literatura medieval. Traducción de Jorge Hernández Campos, FCE, México, 1956
Pedro Rodríguez Santidrián: Introducción a Tomás Moro: Utopía. Alianza, Madrid, 1984
Ángela Sierra: Las utopías. Lerna, Barcelona, 1987
Mario Tomé: La isla: utopía, inconsciente y aventuras. Universidad de León, León, 1987
Louis André Vigneras: “La búsqueda del Paraíso y las legendarias islas del Atlántico”, en Cuadernos Colombinos, Universidad de Valladolid, 6, 1976
Copyright
© Blas Matamoro. Este artículo forma parte del libro Lecturas
americanas. Segunda serie (1990-2004). La primera serie de estas
lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada por
Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). El texto aparece publicado
en Cine y Letras con el permiso de su autor. Reservados todos los
derechos.
[fuente: http://www.thecult.es/Cronicas/islas-en-el-mundo-de-la-fabula.html]